Hace muchos años, tuve el tremendo regalo de poder viajar a Italia con una delegación de jóvenes. Durante nuestro recorrido, visitamos las ciudades que fueron significativas en la vida de San Ignacio, y uno de los lugares destacados fue Venecia. Este santo pasó por Venecia en su camino a Tierra Santa el año 1523. Durante su estancia en la ciudad, sirvió a los peregrinos y enfermos en el Hospital de San Marcos.
Ya en la ciudad, pasamos por la Basílica de San Marcos. Este lugar dejó una huella profunda en mi corazón. Antes de entrar, un sacerdote nos advirtió: "Van a ver que al interior de esta iglesia hay demasiadas imágenes y símbolos, está sobrecargada de elementos. Si intentan analizarla, no van a entender nada". Y así fue, en cada rincón había algo que ver, que descifrar, que admirar… Era algo sobrecogedor, pero también agotador. Adjunto una foto como ejemplo.
Sin embargo, con mucha sabiduría, ese mismo sacerdote agregó: "Al entrar en esta iglesia, ustedes deben ver con el corazón más que con la razón". Aunque no tenía una comprensión clara de lo que esas palabras significaban, estaba ansioso por conocer el lugar y decidí adentrarme con la disposición de ver con el corazón antes que con la razón.
Y fue una experiencia abrumadora. Había tanto que observar: la cúpula con cuatro puntas, las naves laterales llenas de imágenes y brillantes de oro. Había imágenes que venían tanto de la tradición occidental como de la oriental, todo en un mismo lugar. Sin embargo, disfruté cada momento en esa iglesia, pues dejé que cada imagen y cada reflejo me impactara y resonara en mí, sin intentar descifrar su contenido enrevesado.
Al salir, sentí que mi corazón estaba a punto de desbordarse en lágrimas. Esto me sorprendió mucho, pues no es nada habitual en mí. Descubrí que, en realidad, Dios me invitaba a ver el mundo entero con el corazón más que con la razón. Años más tarde descubrí que la espiritualidad ignaciana nos invita a trascender la mera comprensión intelectual del mundo y nos impulsa a sumergirnos en la experiencia de encontrar a Dios en las profundidades de la realidad.
Es a través del corazón que podemos captar la belleza y la profundidad de la creación divina, captar sus múltiples interconexiones y cómo Dios trabaja en ella. Jesús también nos enseñó a ver con el corazón. Su vida es un testimonio vivo de amor incondicional, compasivo y comprometido, anclado radicalmente en su Padre y unido proféticamente en el anuncio del Reino de Dios.
Ser contemplativos en la acción: un corazón enamorado
En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio nos anima a aplicar la mirada del corazón en el mundo en que nos movemos. Cuando vemos el mundo y lo amamos con el corazón, nuestra vida se transforma. A través del hábito en esta mirada y la familiaridad con Dios, nos vamos configurando en reflejos vivos del amor de Dios en nuestras relaciones, decisiones y acciones diarias. A este acercamiento místico entre lo trascendente y la vida cotidiana, mediada por una mirada con el corazón, se le conoce como «contemplación en la acción».
El ser contemplativos en la acción nos impulsa a ser conscientes de las necesidades del prójimo, a trabajar por la justicia y a contribuir a la construcción de un mundo más humano y solidario. Es decir, transforma nuestra vida. Como bien decía el padre Arrupe:
«Nada puede importar más que encontrar a Dios.
Es decir, enamorarse de Él
de una manera definitiva y absoluta.
Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación,
y acaba por ir dejando su huella en todo.
Será lo que decida qué es
lo que te saca de la cama en la mañana,
qué haces con tus atardeceres,
en qué empleas tus fines de semana,
lo que lees, lo que conoces,
lo que rompe tu corazón,
y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud.
¡Enamórate! ¡Permanece en el amor!
Todo será de otra manera.»
Dos puntales para afianzar nuestra mirada amorosa
Este es el horizonte al que nos impulsa San Ignacio. El P. Adolfo Nicolás lo describió así: «ver y amar el mundo como lo hizo Jesús». A esto tendemos quienes buscamos caminar humildemente bajo la bandera de Cristo. Sin embargo, debemos ser conscientes de las enormes resistencias internas y diversidad de caminos que nos encontraremos. Para afrontar estos desafíos, San Ignacio nos ofrece dos puntales que para consolidar nuestro deseo de más amarlo y servirlo: la libertad interior y el discernimiento.
Los Ejercicios Espirituales nos invitan a examinar nuestras motivaciones y deseos más profundos para encontrar la verdadera libertad interior. Al desarrollar una relación íntima con Dios y escuchar su llamado, somos capaces de desprendernos de las ataduras que nos impiden amar y servir al mundo como Jesús lo hizo. Esta libertad interior nos permite actuar con desapego y generosidad, buscando el mayor bien para todos.
Por otro lado, sabemos que el discernimiento es un elemento característico de nuestra espiritualidad ignaciana. Más que como un método, deberíamos verla como un camino. El discernimiento orienta y describe un camino que nos permitirá tomar decisiones en sintonía con la voluntad de Dios. A través de la oración y la reflexión, aprendemos a discernir entre los espíritus buenos y los malos, entre las voces que nos impulsan hacia el amor y la justicia y las que nos desvían del camino. El discernimiento nos ayuda a tomar decisiones que nos acerquen más a la persona que queremos ser y al mundo que queremos construir.
Ver y amar el mundo como lo hizo Jesús
Y si aún les parece demasiado ambicioso o abstracto este modo de proceder, les ofrezco un medio sencillo, que está al alcance de todos nosotros: prestar oído y atención a las pequeñas historias de gente que nos rodea. Ellos son el mejor testimonio de la vida divina que se entreteje en nuestra realidad. Si ponemos atención, estas personas guardan dentro de sí una semilla del Reino de Dios que brota en el silencio y la sencillez.
Pensemos en los jóvenes que buscan vivir con autenticidad la espiritualidad ignaciana. Yo conozco a los jóvenes de parroquia, así que podré referirme sobre todo a ellos. Son personas que habitualmente cargan con historias familiares muy duras, pero que encuentran en nuestras parroquias un lugar de acogida y de aceptación. Aquí aprenden nuevas formas de tratarse entre sí, basadas en la confianza y el compartir profundo del corazón. Los puede atraer el apostolado, el conocer a más personas, la exigencia del sacramento. Pero los seduce y enamora cuando descubren una nueva forma de ver y amar el mundo, como lo hizo Jesús. Ellos también aprendieron a ver el mundo con el corazón, le pusieron una nueva dimensión a sus vidas. Son ellos los esenciales en una pastoral juvenil, los convencidos de que esto realmente le hace bien a otros jóvenes y los salva de sus realidades dolorosas y alejadas de Dios. Ellos son los que aprenden a levantar actividades solidarias bien equilibradas, con solidez y libre de fervores.
Fue en la Basílica de San Marcos que yo descubrí la invitación de Dios a ver con el corazón. Esta experiencia me permitió, años más tarde, conectarme afectivamente con los principios fundamentales de la espiritualidad ignaciana. La espiritualidad ignaciana nos desafía a ver y amar el mundo como lo hizo Jesús, a través de una mirada compasiva y comprometida. Nos invita a trascender la razón y adentrarnos en la sabiduría del corazón, donde podemos encontrarnos con la presencia divina en todo lo que nos rodea. Al vivir esta espiritualidad en nuestra vida diaria, nos convertimos en instrumentos de transformación y esperanza en el mundo.
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