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Jubileo de los Jóvenes, la esperanza no defrauda

  • Foto del escritor: Nike Muñoz
    Nike Muñoz
  • hace 3 días
  • 7 Min. de lectura

El Jubileo es una experiencia que, cada 25 años (desde el Papa Pablo II), la Iglesia celebra como una invitación a volver al centro de la misericordia y al profundo amor de Dios por sus hijos e hijas. Es un tiempo para reencontrarnos con lo esencial: recordar que el amor de Dios es más fuerte que la muerte.


En cada país donde se profesa nuestra fe, existen puertas jubilares. A través de ellas, tras una peregrinación, se puede obtener la indulgencia plenaria o interceder por las almas de seres queridos. Estas puertas son un signo vivo de que el amor de Dios está presente y nos espera, tal como el padre en la parábola del hijo pródigo. Como dice el Papa Francisco: “Dios es Padre, por eso ama”.


Durante la última Jornada Mundial de la Juventud en Portugal, el Papa Francisco invitó a todos los jóvenes a vivir el Jubileo de los Jóvenes en Roma, con el lema: “Peregrinos de la esperanza”, recordando las palabras de San Pablo a los cristianos de Roma: “La esperanza no defrauda” (Rm 5,5).


Nuestro camino hacia este jubileo fue realmente significativo. Llenos de esperanza, fuimos peregrinos como Ignacio de Loyola, recorriendo su propio camino hasta llegar a Roma. Redescubrimos lugares profundamente marcados por la fe, como Montserrat, España, donde Ignacio se reconcilió con su Creador y recibió un libro que luego lo inspiraría a escribir los Ejercicios Espirituales. Montserrat no solo nos mostró que es un lugar de peregrinación para muchos, sino que nos hizo darnos cuenta de que Ignacio no fue el único peregrino con deseo de perdón. Probablemente, hombres y mujeres de su tiempo caminaron junto a él… y como nosotros hoy, ese lugar sigue siendo espacio de peregrinaje.


Continuamos hacia Manresa, donde Ignacio escribió los Ejercicios Espirituales y vivió una conversión profundamente espiritual: la experiencia del amor de Dios. Pasamos por la Capilla de los Votos, en Montmartre, París Francia, donde Ignacio y sus primeros compañeros se comprometieron con la causa de Jesús. Ese pequeño grupo, que luego se multiplicaría por miles, encarnó una nueva forma de vivir la fe: la Iglesia como comunidad de amigos en el Señor. ¡Cuánto nos faltan hoy hombres como esos! Personas que no temían mostrarse afecto, como Francisco Javier, que atesoraba las firmas de sus amigos porque los amaba profundamente en Cristo.

Después de estos momentos de profunda fe, llegamos a Roma, una ciudad llena de vida. Jóvenes peregrinos de todo el mundo marchábamos para reunirnos como una sola familia, con un lenguaje común: el amor de Dios. Allí comprendí que verdaderamente la esperanza no defrauda, y que la Iglesia de Jesús es universal: un lugar fraterno donde, a pesar de las barreras del idioma, nos entendíamos, nos reconocíamos.

En ese caminar, experimenté que la vida solo tiene sentido cuando es compartida, y este jubileo me lo demostró.

 

En Roma se hizo vida la invitación del Papa Francisco, pero esta vez nos recibió León. Aunque en esta ocasión no fue el Papa quien presidió la misa de apertura, sino Mons. Salvatore Rino Fisichella, Pro-Prefecto del Dicasterio para la Evangelización (institución encargada del evento), la experiencia fue igual de profunda. Era mi primera vez en el Vaticano y fue impactante ver ese espacio sagrado repleto de un millón de jóvenes, todos unidos por Jesús. ¡Qué misa tan tremenda! Cada uno rezando en su lengua, compartiendo la paz, reconociéndose como hermanos. Jóvenes de 146 países, haciendo reverencia al mismo Dios. Éramos todos uno, como Jesús y el Padre son uno.

Monseñor nos dijo en la homilía:

“Nosotros somos de una ingenuidad desarmadora(…) La resurrección es una vida nueva para cada uno de nosotros. No tengamos miedo de ser testigo de Cristo resucitado, eso es lo que nos hace creyentes, cristianos. Cristo ha resucitado y nosotros lo hemos visto, nosotros creemos en Él y este testimonio es también acción(…) Es testimonio concreto de vida, vida que se mueve según las enseñanza de Jesús, dar de comer a quien tiene hambre, dar de beber a quien tiene sed, estar presente cuando alguien lo necesita (…) estar presente para devolver la dignidad (…) estar listo para dar a cada uno el derecho fundamental y la dignidad de su vida.(…) la bondad supera la violencia (…) si nosotros construimos la paz, el mundo tendrá paz.”


Qué agradecido estoy con Dios por tantos hermanos. No estamos solos: universalmente estamos en misión. Cuando la misa terminó, la seguridad empezó a moverse. De pronto, Mons. Fisichella nos dijo:

“¡No se vayan todavía! El Papa les tiene una sorpresa. ¡Viene a saludarlos!”

Todos gritamos emocionados:

“¡Esta es la juventud del Papa!”


Y efectivamente, el Papa León apareció entre nosotros. Tuvimos la gracia de estar en un lugar privilegiado y verlo de cerca. Su sonrisa humilde mostraba la emoción que sentía al ver tantos jóvenes, tanta esperanza para la Iglesia. Su lema de pontificado se hizo real: en él, todos los jóvenes creyentes éramos uno.


Nos dijo:

“¡Buenas tardes!... «Ustedes son la sal de la tierra […] la luz del mundo» (Mt 5,13-14). Y hoy sus voces, su entusiasmo, sus gritos —que son todos por Jesucristo—  los van a escuchar hasta el fin del mundo. Hoy están empezando unos días, un camino, el jubileo de la esperanza, y el mundo necesita mensajes de esperanza; ustedes son este mensaje, y tienen que seguir dando esperanza a todos. Nuestro deseo es que todos ustedes sean siempre signos de esperanza en el mundo.(…) Caminemos juntos con nuestra fe en Jesucristo.

Y nuestro grito debe ser también por la paz en el mundo. Repitamos todos: ¡Queremos la paz en el mundo!”  y el Papa nos dio la bendición para esta potente semana.


Durante esos días vivimos diversas experiencias con la juventud ignaciana. Una de las más conmovedoras fue una oración cantada en la Iglesia de San Ignacio, organizada por Magis EUM, con la voz inconfundible de Cristóbal Fones, SJ. Ese templo repleto, todos cantando al unísono… era la Iglesia de todos, todos, todos, como dice el Papa Francisco.


También fuimos parte del encuentro con el Padre General de la Compañía de Jesús. Luego, con algunos del grupo, compartimos un simple sándwich con unos Hermanitos del Cordero cerca de la iglesia del Gesù. En ese gesto sencillo, de vida compartida, entendí que así se construye el Reino. No con grandes campañas o discursos, sino con gestos pequeños, como el de aquel Niño nacido en un pesebre.


El 31 de julio, día de San Ignacio, celebramos en la Iglesia del Gesù. Estábamos frente a la tumba de Ignacio y de espaldas a la reliquia de San Francisco Javier. Fue una celebración profundamente universal: por la diversidad de banderas y países presentes, por los jesuitas y por la música que nos unía. Como un regalo final, al salir del templo, encontramos la sencilla tumba del Padre Pedro Arrupe.


Días después, visitamos Asís, la tierra de Francisco, el hermano universal. Participé en una misa en español al lado de jóvenes que no conocía, pero que reconocí como hermanos. Visité la tumba del santo y recé con fervor. Me sorprendió la cantidad de iglesias en tan pequeño pueblo y la presencia de tres santos: Santa Clara, San Francisco y el futuro santo Carlo Acutis. En la Capilla de Santa María la Mayor, donde descansan sus restos, comprendí el signo: un joven de 14 años que decía:

“Lo único que debemos pedirle a Dios en oración es el deseo de ser santos.”

En la Capilla de San Rufino se encuentra el corazón de Carlo. Allí recé por todos los que llevo en el corazón. El silencio de ese espacio era puro regalo de Dios, entre tanto ruido de los peregrinos que estaban en el pueblo por el jubileo.


Regresamos a Roma justo a tiempo para la gran vigilia en Tor Vergata. Un millón de jóvenes reunidos para escuchar al Papa León. El espacio era el siguiente, jóvenes preguntando, el Papa respondiendo con sabiduría, cercanía y realidad, no nos quería vender mentiras, como las propagandas del mundo. Luego, adoramos al Santísimo. Un joven, llorando, se arrodilló a nuestro lado. Se llamaba Miguel, de Portugal. Nos abrazó como si nos conociera de toda la vida. Fue un momento profundamente humano y divino. Jesús presente en un trozo de pan… y en los abrazos compartidos.


El último día fue la misa de clausura. Ya todo comenzaba a doler con nostalgia. El grito “¡Esta es la juventud del Papa!” se apagaba lentamente, pero las palabras del Papa permanecen:

“Chicos, chicos, un último adiós. Gracias de nuevo a todos ustedes (…) la próxima cita será en Corea (…) pido que lleven un saludo a tantos jóvenes que no han podido estar con nosotros, de tantos países de donde no se puede salir. Hay lugares donde los jóvenes no han podido hacerlo por las razones que conocemos. Lleven esta alegría y este entusiasmo a todo el mundo. Son sal de la tierra, luz del mundo. Lleven este saludo a todos sus amigos, a todos los que necesitan un mensaje de esperanza. Gracias de nuevo a todos, y buen viaje.”

Antes de terminar nuestra peregrinación en este Jubileo de los Jóvenes, tuvimos la gracia de visitar Santa María la Mayor, en Roma. Es una iglesia sagrada, cargada de historia. Allí se conservan las reliquias del pesebre de Jesús, símbolo del lugar donde Dios se encarnó para habitar entre nosotros. También es el templo donde San Ignacio de Loyola celebró su primera misa como sacerdote, precisamente porque era profundamente devoto del misterio de la Encarnación. En un rincón muy sencillo del templo, se encuentra también la tumba del Papa Francisco. Cuánto te banco, Francisco. Tu mensaje, tu opción por una Iglesia pobre, que defiende la dignidad y promueve la fraternidad, es una de las razones por las que decidí optar por esta Iglesia: la Iglesia de Jesús, pobre entre los pobres.


Al regresar, vuelvo con el corazón lleno. No solo por todo lo vivido, sino porque he experimentado, en carne propia, que la Iglesia es verdaderamente universal y que Dios sigue tocando la vida de los jóvenes en cada rincón del mundo.

Este Jubileo fue un regalo. Caminé, recé, canté, me encontré con miles de jóvenes de distintas culturas y lenguas, pero con una misma fe y esperanza: Jesús. Sentí que no estamos solos, que somos parte de algo mucho más grande, y que el amor de Dios nos une más allá de toda diferencia.


Doy gracias a Dios por nuestra comunidad que me acompañó con la oración. Todo lo vivido no se queda en Roma: lo traigo para seguir construyendo juntos una Iglesia más cercana, más humana y fraterna, que canta y reza. Y no nos olvidemos, “La Esperanza no defrauda”.

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