Por: José Manuel Cruz Gantes SJ
Cuando yo era niño, el 11 de septiembre representaba para mí un día muy oscuro, de rabia, temor y división. La gente andaba con miedo, se producían muchos apagones, barricadas y atentados. Era feriado y eso producía más indignación en muchos. En las poblaciones se expandían las protestas. Se escuchaban las sirenas.
El 11 de septiembre de 1973 Chile cambió para siempre. Y para mal. Una feroz dictadura cívico-militar se apernó por 17 años, con terrorismo de Estado, violación sistemática de derechos humanos, censura, represión y una policía “secreta” que torturaba en la más completa impunidad. También se impuso una nueva Constitución, otro sistema económico y político, y muchos límites a la participación real.
En el año 2021 uno puede preguntarse, si ya han pasado casi 50 años, ¿por qué muchos siguen insistiendo majaderamente con el mismo tema? ¿por qué todavía se habla de la dictadura y Pinochet? ¿por qué no se da vuelta la página? ¿qué le importa eso a los jóvenes de ahora que no lo vivieron? Pese a estos reparos, yo creo firmemente que es necesario seguir hablando de lo que sucedió y de sus consecuencias. No es solo pasado, sino presente: todavía hay cientos de familias de detenidos desaparecidos que hasta hoy no han podido dar una digna sepultura a sus seres queridos… es difícil encontrar una forma más cruel de dañar. Además, aun se llevan a cabo procesos judiciales para establecer responsabilidades (¡48 años después!), porque los Tribunales de Justicia se desentendieron de los crímenes y por muchos años se negaron a investigar. Un país sin verdad, sin memoria, sin justicia, sin verdadera protección de los derechos humanos, es una vergüenza: por eso no se puede callar ni olvidar lo que ocurrió.
Se suele decir que “la historia no se repite pero rima”. Pese a los terribles hechos vividos en la dictadura, el “nunca más” es una aspiración más que una realidad consumada. Siempre es una meta y no algo asegurado. Desde el 18 de octubre de 2019 fuimos testigos de una brutal represión policial, violaciones de derechos humanos y autocensura de los principales medios de comunicación. Además de muertos y heridos, quedaron varios cientos de personas total o parcialmente ciegas. Es un triste panorama, que exige siempre velar por las garantías de no repetición, luchar por la verdad, acompañar a las víctimas, y trabajar por la justicia que es condición de la verdadera paz (cf. Is 32,17).
Los cristianos estamos especialmente llamados, por exigencia del amor evangélico, a darlo todo, y a darnos a nosotros mismos, para que tengamos una sociedad reconciliada, inclusiva y mucho más justa. Tenemos la oportunidad de construir un país mejor, de aportar esperanza, de acoger a los que llegan huyendo de guerras y crisis en sus países, de promover el respeto irrenunciable de los derechos humanos, y de colaborar para que todas las personas sin excepción cuenten con las condiciones básicas de vida. El proceso constituyente, la participación política, las iniciativas de voluntariado y el trabajo desde nuestros ámbitos de estudio o profesión, son herramientas útiles para esos propósitos. Seguir el Evangelio implica poner nuestras vidas al servicio de los demás, entregar nuestros talentos al servicio de Chile. Confiemos en Jesús y hagamos lo que Él nos pide aquí y ahora, para que en este nuevo once podamos mirar el futuro con mucho más optimismo.
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