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A dos años del despertar

Actualizado: 19 oct 2021


Por José Manuel Cruz Gantes SJ


En estos días Chile atraviesa una grave crisis social, política, económica y sanitaria. Está en funciones la Convención Constitucional: por primera vez en nuestra historia la Constitución es elaborada de manera democrática y participativa, y en caso de ser aprobada reemplazará a aquella impuesta por el dictador Augusto Pinochet en 1980. El proceso constituyente que se está desarrollando, no exento de dificultades, errores y tropiezos, ha sido posible gracias a las manifestaciones sociales que irrumpieron con insólita fuerza hace exactamente dos años: el 18 de octubre de 2019, cuando miles de personas salieron a las calles a protestar en contra de los abusos, las injusticias, la desigualdad y la corrupción, y a favor de la salud, la educación, los pueblos originarios, los jubilados y muchas otras causas dispersas. El 18 de octubre se transformó así en el comienzo del “estallido social”. Una vez más los jóvenes empujaron los cambios sociales que el sistema político tradicional se ha resistido a aplicar, tal como ocurrió el 2006 con la “revolución pingüina” y el 2011 con la movilización estudiantil. El estallido también ha sido interpretado como un despertar de la conciencia nacional, como una voz que se alza fuerte para decir “no más abusos ni mentiras”. Por esto se empezó a hablar de que “Chile despertó”.

Se fue acuñando una consigna que marcaría el diagnóstico de estos acontecimientos: “no son 30 pesos, son 30 años”. No es posible explicar el estallido social simplemente por un alza del precio del transporte que causó molestia. Más allá de eso, se acusa que los gobiernos de distinto signo que se han sucedido desde el retorno a la democracia en el año 1990, no han sido capaces de combatir con convicción y eficacia las causas más profundas de las inequidades existentes en Chile. Muchos políticos que se opusieron a la dictadura en los 70 y 80, se fueron acomodando al sistema y, por la vía de cargos públicos u operando como lobbistas, accedieron a grandes sueldos que los hicieron “olvidarse” de la miseria que ha seguido aquejando a la mayor parte de la población. El reclamo también se ha dirigido en contra de un sistema económico que, con la excusa de la libertad, da pie a un Estado débil frente a chanchullos, cohechos y colusiones empresariales, y que ha dejado en el abandono los derechos sociales, que se rigen por la ley de la oferta y la demanda.

En Chile todo se paga y es muy caro. La salud y la educación pública son de mala calidad y dejan a los más pobres en la indefensión. Hay cientos de miles de personas que no han podido acceder a una vivienda. La seguridad social está sometida a lógicas privadas de mercado. Los derechos laborales y sindicales no están suficientemente asegurados. Las reformas sociales han sido muy difíciles de implementar; la clase dirigente y los grupos de presión se han opuesto reiteradamente a transformaciones más amplias. A modo de ejemplo, durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018) se propuso avanzar hacia una nueva Constitución, pero esta iniciativa no tuvo apoyo de los partidos políticos y finalmente quedó truncada. La propia presidenta tuvo poca convicción, realizando el ridículo acto de presentar el proyecto ante el Congreso a solo un par de días del término de su periodo presidencial.

Muchos critican que el estallido es solo una legitimación de la violencia. Pero en realidad es consecuencia de una violencia estructural mucho más antigua y profunda: la falta de oportunidades, la negación del otro, la demonización de la política, la pobreza que se transmite de generación y generación, la censura informativa, la droga que somete y esclaviza, la educación que reproduce las injusticias, y una larga lista. En ningún caso mi intención es romantizar o idealizar la acción de los jóvenes. Como en todas las cosas de la vida, hay puntos oscuros y negativos; muchos justifican la violencia como un modo de obtener resultados, o no ven otra alternativa frente a un sistema que les parece injusto y opresor. Yo rechazo categóricamente toda violencia. Pero también es cierto que muchos jóvenes a partir del 18 de octubre protestaron en forma pacífica; lamentablemente un gran número de ellos fueron víctimas de traumas oculares, lesiones, torturas y otras violaciones de sus derechos. Cabe destacar que muchos empezaron a organizarse en diversas tareas solidarias, como brigadistas de salud para las marchas, reporteros ad honorem de plataformas informativas digitales alternativas (pues los medios de comunicación tradicionales ocultaban muchos hechos) y voluntarios de ollas comunes.

La situación actual del país es difícil de resumir. Recientemente se ha levantado el estado de excepción constitucional y el toque de queda, que rigieron durante casi 2 años, aunque se decretó nuevamente en las provincias de Biobío, Arauco, Cautín y Malleco. La pandemia parece más controlada, pero todavía no podemos cantar victoria. La Convención Constitucional tiene plazo hasta julio del 2022 para culminar su compleja tarea, proponiendo un texto al pueblo que lo votará mediante plebiscito. Las marchas y manifestaciones han declinado. Se ha agudizado la crisis migratoria en el norte del país, con graves expresiones de racismo y xenofobia. El presidente Piñera ha sido acusado constitucionalmente. Está en pleno desarrollo la campaña presidencial, con 7 candidatos inscritos y ataques cruzados; el 21 de noviembre se realizará la votación en primera vuelta.

Mi reflexión es que lo ocurrido desde el 18 de octubre ha permitido una valiosa repolitización. Se ha vuelto a hablar de política después de muchos años y se está conversando sobre temas muy profundos de nuestra sociedad que debemos decidir democráticamente: el lugar de los pueblos originarios, la democracia, el sistema económico, la seguridad social, la educación, la salud, la migración, etc. Hay más interés en participar, opinar y votar. Algunos solo quieren ver la violencia y la destrucción. Yo no los niego ni escondo, pero mi convicción es que lo más propio del cristiano y que realmente lo distingue, es la esperanza, la cual no nace de confiar solo en las fuerzas e iniciativas propias, sino en creer que Jesucristo realmente está presente en el mundo y conduce la historia. Debemos ver la realidad con los ojos de la fe; ya lo decía Teilhard de Chardin: para el que sabe mirar nada del mundo es profano.

Una pregunta que podemos hacernos es si se habría podido lograr una apertura a reformas sociales y una nueva Constitución si no se hubiera producido el estallido. No lo sabemos, quizá sí o quizá no. Pero el hecho es que las personas y grupos que tenían mayor poder e influencia se negaron porfiadamente a esos cambios, y hoy deberán asumir su responsabilidad. Por eso creo que la mejor manera de combatir la violencia no es el lugar común de “condenarla venga de donde venga”, sino apuntar a sus raíces y luchar con todas nuestras fuerzas y creatividad por una sociedad verdaderamente más justa, igualitaria, solidaria e inclusiva. En este desafío, quienes profesamos la fe cristiana estamos llamados a asumir un compromiso grande y generoso desde nuestros respectivos ámbitos. Como dice la encíclica Fratelli Tutti, necesitamos trabajar en una arquitectura y una artesanía de la paz. No podemos esperar nuevos “estallidos” para recordarnos que la dignidad humana que tenemos como hijas e hijos de Dios exige un trato de la sociedad y del Estado que asegure condiciones básicas de vida para todas las personas.



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