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  • Foto del escritorMariana Cejudo

¿Qué nos enseña la Maternidad de María?

Actualizado: 26 jul 2023

Cuando nos acercamos a conocer a María de Nazaret, con frecuencia nos es difícil reconstruir una figura clara por tener de ella tan escasos datos. No es mucho lo que la Sagrada Escritura nos dice, y tanto la tradición como el imaginario colectivo a lo largo de los siglos ha ido agregando muchos detalles que nos inclinan más a verla como Reina que como Madre (contrario a lo que expresaría Santa Teresita).


Poco nos detenemos a pensar en su maternidad física, más allá del nacimiento, mucho menos en que ésta fue todo menos idílica. Nos hacemos una idea, o casi idealización, de una María sentada entre la muchedumbre que seguía a Jesús, escuchándolo emocionada cuando predicaba parábolas. Sin embargo, esto nunca se nos narra en los relatos evangélicos. En cambio, se nos cuentan episodios difíciles durante el ministerio de Jesús, quien la llama «Mujer», mas nunca «Madre», al menos no para sí mismo (aunque sí dada como tal al discípulo amado).


El cuarto evangelista la resalta por su maternidad, llamándola «la madre de Jesús» (cf. Jn 2, 1; 19, 25), pero jamás por su nombre propio (aunque sí mencione a las otras tres Marías). Es de notar la distancia que tomó María del proyecto de Jesús, al aparecer apenas al comienzo y al final de su ministerio público, en Caná y en la Cruz, y un par de veces más, quedándose fuera del lugar donde él estaba hablando (Mc 3, 31), y con sus parientes queriendo llevárselo porque pensaban que estaba fuera de sí (cf. Mc 3, 21).

Con María podríamos fácilmente recrear aquello que hacen hoy de expectativa v/s realidad. Porque ella misma tuvo que realizar este ejercicio, comparando, o mejor dicho meditando en el corazón (cf. Lc 2, 19) lo que el Ángel le había anunciado con lo que después ella misma experimentaría. Las palabras de Gabriel prometían que el Niño que María llevaría en su vientre sería el hijo con el que toda madre sueña. Así se deja ver en estos versículos:

Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre. Reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.

Luego, ese rey fue el bebé que nació en las condiciones más insalubres y paupérrimas; fue rechazado, perseguido, condenado a muerte, coronado de espinas y crucificado. Qué lejos quedaba el oráculo angélico de lo que acontecía ante los ojos de la Virgen. La realidad no tenía correspondencia con las expectativas. Superó la ficción, como se suele decir, aunque en este caso no en el mejor de los sentidos.


Simeón había profetizado que el corazón de María sería atravesado por una espada (cf. Lc 2, 35). Habitualmente pensamos que dicha espada fue la muerte del Hijo, y es verdad que éste debió ser el mayor dolor de su vida. Pero no fue el único. La presencia de María a los pies de la cruz, viendo ahí a su Hijo clavado, la clásica imagen de la Piedad que porta el cadáver de Jesús, no sólo representa a una madre que llora y sufre por la pérdida tan espantosa de aquel que cargó en sus brazos siendo pequeño. Representa también el supuesto fracaso del que debía triunfar, la constatación de un plan de salvación aparentemente frustrado pero en el que ella todavía creía sin saber cómo. Y es que, desde el principio, María ignoró el «cómo», pero creyó en el Dios de los imposibles y aceptó colaborar con Él, se hizo su sierva y le dio su «sí».

Por eso, cuando Jesús fue alabado con aquel elogio a su Madre: «¡Dichoso el vientre que te dio a luz, y los senos que te amamantaron!», respondió diciendo: «Más bien, dichosos los que escuchan la palabra de Dios, y la obedecen» (cf. Lc 11, 27-28). Sin negar lo primero, supo trasladar la bienaventuranza a lo más importante, a lo que verdaderamente hizo feliz a María: obedecer a Dios, dejar que en ella su Palabra se encarnara, aún sin comprenderla.


Esto es lo que aprendemos de la madre de Jesús, a vivir la existencia cotidiana en medio de las contradicciones, a caminar en la fe aún con dudas, a escuchar la voz de Dios pese a todo ruido y a hacer su voluntad, contra todo mal pronóstico. Ella fue feliz por haber creído en Dios, nosotros también seremos felices si en Él creemos. Nuestra fe será, como para María, nuestra bienaventuranza.



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