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El mal ¿incurable? de la desigualdad

Por: José Manuel Cruz SJ,


Es ya es un tema común decir que Chile es uno de los países más desiguales del mundo. Este es un dato cierto e indiscutible, que por siglos ha sido una de sus características distintivas. La desigualdad tiene múltiples expresiones: en el ejercicio de derechos humanos básicos como la salud y la educación, en el acceso a la justicia o a la vivienda, en los ingresos y en las oportunidades de trabajo, en la recreación y la seguridad, perpetuándose injustas diferencias a nivel social, territorial y de género, entre chilenos o extranjeros, y en muchos otros aspectos.


Lo más grave de la situación es que pareciera que realmente no nos duele la desigualdad, porque no nos afecta vitalmente. Toleramos seguir funcionando como un país que efectivamente crece, avanza y se desarrolla, pero sin que tomemos acciones decididas y firmes hacia una mayor igualdad y justicia social. Es como que en una familia se diera un plato de comida de diferente calidad a cada uno de los hijos, sin una razón suficiente para hacerlo: a unos les toca bistec y a otros, huevos. Así es la vida. Nadie se sorprende ni protesta.


Ahora bien, es absurdo pretender que las personas sean idénticas. Cada ser humano es único e irrepetible. El rechazo a la desigualdad no debe negar las naturales o legítimas diferencias entre las personas, que permiten la diversidad y enriquecen la convivencia. De lo que se trata es de eliminar las discriminaciones, las barreras de acceso, las exclusiones que se derivan del ingreso o del lugar de nacimiento, los privilegios que favorecen a unos pocos en desmedro de todos los demás.


La primera y principal norma de nuestra Constitución Política afirma que las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos (artículo 1°, inciso 1°) ¿Acaso esta disposición ignora que en Chile las personas nacen notoriamente desiguales en dignidad y derechos? ¿Es solo una declaración de buenas intenciones? No. Ciertamente es una norma obligatoria y vinculante, que debe entenderse como un punto de partida, un presupuesto básico exigible, y también como una meta hacia la cual se debe caminar incansablemente, cada día y en todo lugar. Es un estándar mínimo para cotejar la enorme distancia que nos queda por recorrer.


Según el más reciente informe sobre Desigualdad Regional en Chile, elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, es gravísima la diferencia en ingresos, salud y educación según el territorio o región de Chile donde se viva. Hay muchos ejemplos, solo citaré algunos:[1] la tasa de pobreza monetaria en La Araucanía (17,1%) más que triplica la de la Región Metropolitana (5,4%) y de Antofagasta (5,1%), y es cerca de ocho veces mayor que en la Región de Magallanes (2,1%). En el ámbito de la salud, mientras que en Aysén hay 5,42 profesionales de la salud por cada 1000 habitantes, en la Región de O´Higgins solo hay 2,56. En el campo de la educación, además de las evidentes inequidades en la enseñanza escolar, las brechas en la educación superior son impactantes: si el 2015 en la Región Metropolitana se ofrecían más de 6.200 carreras técnicas y profesionales, en la Región de Aysén solo se podía optar a 75.


Desde otra perspectiva, se podría entender que la desigualdad no solamente es un problema social o económico. Es una violación permanente de los derechos humanos, pero además constituye una de las más tristes enfermedades espirituales que sufre Chile, como un país que no es capaz de encontrarse, de unirse e integrarse. Aunque hemos dado pasos valiosísimos en la reducción de la pobreza, estamos muy atrasados en la disminución de la desigualdad, y no solo en el ámbito económico.


¿Por qué el combate contra la desigualdad debiera ser una prioridad para Chile, tanto del Estado como de la sociedad civil? ¿Por qué como cristianos tenemos una fuerte interpelación a denunciar las desigualdades y trabajar para erradicarlas? Creo que uno de los motivos principales es el respeto a la dignidad de todo ser humano, respeto que debe ser real y efectivo, sin importar la condición, edad, identidad sexual, religión, opción política o cualquier otra consideración. Cada hombre o mujer es creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26-27), portando en sí mismo una huella divina que garantiza la libertad del ser humano y da valor intrínseco a su existencia. Así, esto supone condiciones básicas de justicia y solidaridad y un aporte de todos al bien común. El mensaje del Evangelio nos invita, siguiendo el ejemplo de Jesús, a anunciar a los pobres la Buena Nueva, proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, y dar la libertad a los oprimidos (cf. Lc 4, 18). Por lo tanto, es un claro llamado a estar presentes en las periferias, luchar contra las injusticias, acompañar a los excluidos y construir una sociedad más justa, donde cada hombre o mujer pueda alcanzar su desarrollo pleno.

[1] Cf. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo: Desigualdad regional en Chile. Ingresos, salud y educación en perspectiva territorial, noviembre 2018, disponible en www.desiguales.org

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