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Natalia Arévalo

Conocer a María, una tarea en construcción

Cuando era niña -hace más años de los que alcanzo a procesar- María aparecía en mi imaginación como lo más parecido a una princesa Disney. Los adultos de entonces hablaban de una joven dulce y cariñosa, lo que era reforzado por las imágenes que veía, en las que aparecía una adolescente siempre impecable, a veces sentada o inclinada en actitud de recepción, otras, asomándose detrás de una guagua igualmente inmaculada, y sí, medio rubia. El remate que más me llamaba la atención era la corona, una que me recordaba a la que usó Cecilia Bolocco cuando fue Miss Universo, que yo asociaba a alegrías compartidas. Sí, esa chiquilla debía ser alguien muy especial, pensaba yo.


A medida que yo crecía, la princesa de cuentos se convirtió en una mujer hacendosa, de mirada atenta, testimonio vivo de las grandezas de Dios, pero siempre callada, según

prendí en un colegio de religiosas que tenían como propósito educar a mujeres “femeninas, no feministas, al servicio de la familia y la Iglesia”. También aprendí que la identidad de María estaba definida por su relación con otros; ya sea por su condición de madre, esposa o hija, ella se me presentaba como ejemplo de obediencia, generosidad ilimitada y docilidad. María empezó a parecerse a tantas mujeres que conocía, dueñas de casa que habían sacrificado todo para formar familias, dejando de lado horas de sueño, intereses propios, hobbies e incluso su salud mental. Algo comenzó a hacerme ruido, no sólo porque vengo de una familia que se caracteriza por hablar sin parar, sino que también porque la experiencia me ha enseñado que el costo de sacrificar tu identidad por otros es demasiado alto. María se convirtió entonces en el símbolo de todas las expectativas que la sociedad pone sobre nosotras las mujeres, de discursos que señalan que lo que define la feminidad es ser esposa y madre, como si la esponsalidad y parentalidad no fuesen algo propio de los varones también. La propuesta del genio femenino me pareció demasiado simplista para explicar la vocación de tantas mujeres a mi alrededor; el modelo recibido se me hizo lejano, anacrónico, imposible.


Fue necesario llegar a la adultez, y asistir a una clase de escritura sagrada dictada por una profesora con nombre de flor para que todo eso cambiara. Recuerdo que ella lanzó una pregunta muy interesante: ¿alguien se ha fijado que los católicos repetimos incesantemente que María era silenciosa, a pesar de que ella habla varias veces en el Evangelio? Tuve que llegar a casa a revisar textos y en efecto, María dice aproximadamente 176 palabras, lo que varía según la traducción. Darme cuenta de esto me hizo sentir profunda empatía y conexión; después de todo lo que había escuchado, resultaba que ni siquiera la madre de Dios se había librado de que le colgaran estereotipos sobre ser mujer. También esto ha hecho que me de cuenta cuánto de esa distancia que sentía hacia ella venía desde lo interiorizados que tenía dichos criterios. He intentado deconstruir la mirada, para acercarme cada día más a ella; al hacer este ejercicio he ido redescubriendo su capacidad de discernimiento, su confianza lúcida en la Gracia, y sobre todo su proactiva respuesta al Amor Infinito. Su actitud profética al anunciar las maravillas de Dios en el Magnificat me inspira a levantar la voz con ella, y con otras que también hicieron eco del cántico de Ana, para anunciar la redención de los postergados. La valentía que veo en ella en momentos como cuando acompañó a Jesús hasta la cruz me habla de una consecuencia radical, la que me desafía a revisar mis propia vocación bautismal. No me queda duda de que ella acompañó luego a las primeras comunidades, así como luego hicieron otras mujeres que cumplieron funciones diaconales. Y aunque sé que siempre mi mirada va a estar permeada por las circunstancias que me rodean, le pido que ella me ayude a ser cada día más fiel y más valiente para seguir a Aquel que me amó primero.

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