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El Sacramento de la Reconciliación es un Derecho de los Jóvenes Católicos

Actualizado: 29 jul 2019

Por: Nemo Castelli, S.J.


Si hace 40 años en Chile se pudo proteger la vida gracias a la confesión (o sacramento de la reconciliación), hoy día parece una práctica espiritual en desuso. Hace 40 años hombres y mujeres arrepentidos dieron libremente información a sacerdotes sobre el lugar donde estaban los detenidos desaparecidos, pues sabían que éstos darían su vida antes de delatarlos. Hoy aparece como una práctica impuesta y cubierta bajo un manto de sospechas de inutilidad o abuso. En mi experiencia, gracias a la juventud creyente y no creyente he empezado a entender que el sacramento de la reconciliación es antes un derecho que una obligación, pero para acceder a él necesitamos superar algunas barreras.


La primera: una mala comprensión del pecado y de la condición de pecador(a).

Para muchos jóvenes “pecado” es una palabra que ha dejado de tener un significado vital y cotidiano. Algunos se cansaron de un cierto afán católico que los hacía sentir como si nunca dieran el ancho, o como si siempre se tuvieran que sentir culpables de algo para entrar en relación con un Dios que siempre perdona. “Es como si fuera requisito ser culposa pa’ ser creyente. Eso me chatió.” – me dijo una chiquilla. Y en esto tienen razón. Es triste ver algunos jóvenes católicos muy escrupulosos, que viven como si todo fuera un riesgo de pecado. Y esta no es la primera preocupación del Dios de Jesús. La primera afirmación vital cristiana es que creemos en un Dios que nos dio la vida gratuitamente para gozarla, y que constantemente nos da su amor para hacer juntos de este mundo un lugar parecido a una fiesta donde todos caben. Por eso la vida se goza más cuando se comparte con los demás sin discriminaciones.


También es triste ver otros jóvenes que viven tan anestesiados y autocentrados que no se dan cuenta cuando dañan a otros. “Pero si no he matado a nadie” – he escuchado muchas veces. Son jóvenes honestos. Pero son hijos(as) de una cultura que les hace preocuparse sólo de sí mismos y de su imagen, a los que les cuesta aceptar y reconocer sus errores, incluso cuando “otros pagan el pato”. En ninguno hay maldad, sino una cierta inconsciencia (de la que todos participamos) que reduce la vida de fe a un código de conducta a cumplir y no una vida de relaciones de amor fraterno y justicia a vivir.


Para descubrir el pecado hay que haberse atrevido a entrar en relaciones de amor cada vez más comprometidas y profundas: con tu familia, con tu pareja, con una amiga(o), con un proyecto, con la justicia, con la naturaleza, contigo mismo, con Dios. Ahí se entiende que el pecado no es romper una norma sino que viene de quebrar relaciones y cuyo resultado es el daño a la personas, a la comunidad, a uno mismo y/o a la naturaleza. A la base del pecado está la condición de pecador(a): esa tendencia humana a sospechar de los demás y de Dios, y que nos hace vivir a la defensiva y preocupados de exaltarnos a nosotros mismos. Esta condición no nos hace malos, sino vulnerables y necesitados de un amor gratuito e incondicional que nos sostenga y que nunca se merece. Movidos por la condición de pecador(a) -ese miedo fundamental- es que pecamos, rompemos vínculos y nos hacemos daño unos a otros. Por eso, signo de una culpa sana es que cuando nos hacemos conscientes de lo que hemos hecho o dejado de hacer, poco a poco es el otro a quien hemos dañado el que empieza a tomar el centro y no tanto mi propia autoimagen quebrada. Aceptando que Dios sabe y que nos quiere como somos, sin condiciones (lo que no es tan fácil de aceptar), el Espíritu nos mueve a reparar el daño y a buscar nuevos modos de vida fraterna que sean humanizadores y a dejarnos amar para así amar y servir a los demás.


La segunda barrera: la banalización del sacramento de la reconciliación.

“Yo me confieso directamente con Dios. No necesito un cura. Además, él es tan pecador como yo.” –suele escucharse entre muchos católicos. Por una parte tienen razón. Si Dios es lo más íntimo de mi intimidad y su Espíritu de amor Él/Ella comparte con todo hombre y toda mujer de fe… podemos comunicarnos directamente con Dios en el silencio de una oración en nuestra habitación, en un templo o en medio de la naturaleza, y experimentar su cercanía, su perdón reparador y atisbar caminos de vida para nosotros y para quienes hemos dañado. Esto lo rezamos al inicio de cada misa: porque somos conscientes de que podemos hacernos daño, muchas veces sin darnos cuenta, pero que vivimos en un Dios que nos ama incondicionalmente, le pedimos que nos libere de lo que nos centra en nosotros mismos, que nos perdone el daño que hemos hecho por acción y omisión, y que nos haga lúcidos(as) para darnos cuenta de las dinámicas engañosas que son destructivas para nuestras relaciones con él/ella y con los demás.


Pero entonces, ¿para qué celebrar el sacramento de la reconciliación? Fue una joven no creyente que conocí en política universitaria la que me ayudó a entender. Una vez ella me dijo: “Eso que hice, que hirió de tal manera a un amigo, no tiene perdón. He intentado de todo para dejarlo atrás pero no resulta. Creo que voy a cargar con eso toda la vida”. Decía que ella se sentía conectada con la energía del universo, que la calmaba, pero que la culpa honesta que sentía, siempre estaba ahí. Y ya no podría recibir el perdón de su amigo pues este había muerto al poco tiempo. Le pregunté qué pasaría si hubiera Otro de quién recibir el perdón y la liberación de su culpa y de su corazón. Pues el perdón sólo se puede recibir de otros (…) Nunca supe si no quería o no podía dar el paso… pues estas cosas delicadas no se fuerzan.


Pero me quedó dando vueltas. A lo oscuridad de la propia vida se entra acompañado. Si no, es sólo masoquismo. Y el Dios que nos dio la vida siempre acompaña. Sólo contando con SU amor incondicional podemos reconocer hasta el fondo el peso y el daño de nuestro pecado. Pues existe un amor que es más grande y poderoso que nuestra capacidad para el mal. Lo atestiguan las personas que han tenido el coraje de aceptar que son amadas sin condiciones, sin importar lo que han hecho. Esta experiencia las ha movido a reconocer poco a poco, cada vez con más finura, el daño que han y se han hecho, y desear reparar. Y como el pecado es un asunto de relaciones de amor y fraternidad… han sido transformadas en personas libres para amar y servir con radicalidad. Pero los seres humanos somos corporales e históricos, necesitamos mediaciones concretas para profundizar en nuestra vida. En este sentido, el sacramento de la reconciliación es un derecho. Todo hombre y mujer tiene derecho a que un ministro de la comunidad reciba su confesión en nombre de Dios y de la comunidad y no en nombre propio (porque el pecado, la ruptura siempre tiene consecuencias sociales insospechadas), para ser mirado(a) con ternura y firmeza en nombre de PapáMamáDios, escuchar su perdón y atisbar caminos de vida más humana en relación consigo mismo(a), con los demás, con la naturaleza y con el mismo Dios.


La tercera barrera: la perversión del sacramento de la reconciliación.

Es lo que ha ocurrido cuando sacerdotes lo utilizan para cometer delitos y abusos: de poder, conciencia o sexuales. La respuesta no puede ser privarse del derecho a celebrar el sacramento de la reconciliación. ¿Hay alternativa? Creo que sí. Recuperar la posibilidad de sacramentalizar la reconciliación con Dios y con la comunidad viviéndolo de modo adulto. ¿A qué me refiero? Preparar bien la confesión (un esquema posible es: 1) quién es Dios para mí; qué quiero agradecerle que ha sido de vida en este tiempo; 2) por qué quiero pedir perdón o de qué dinámicas pido liberación, pues han dañado a otros y a mí; 3) qué es lo que deseo para el futuro de cara a Dios y a los demás). Luego, acercarse a un lugar que sea un ambiente propicio para el sacramento. Cuidar mi derecho al sigilo: esto no se trata sólo de que el sacerdote no puede contar a otros lo que ha escuchado pues no le pertenece, sino que además, éste sólo puede hacer preguntas aclaratorias que ayuden a entender, pero no puede preguntar por temas que yo no he puesto. Si sucediera, hay que poner límites y decirle que eso no corresponde. El sacramento no es el momento para la catequesis ni para una conversación espiritual. El ministro está para recibir la confesión, mediar la liberación que el amor de Dios da poniendo a los otros al centro y no cargar la conciencia injustamente.


El sacramento de la reconciliación es un derecho a tomar contacto con Jesús en la comunidad, conversar con él y dejar que él actúe en nosotros para libremente en todo amar y servir... pues la vida cristiana se trata de eso, de amar y servir para hacer visible el Reino de fraternidad y justicia que empezó con Jesús.

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