Por: Cristopher Olguín, profesor de lengua castellana y comunicaciones de Valdivia.
La Iglesia fundada, constituida y cimentada en Jesucristo ha sido por cientos de años refugio de santos y pecadores, ricos y pobres, grandes y pequeños, soberbios y humildes, y a cada quien, como una madre amorosa, los ha acompañado y guiado en su caminar, con las exigencias necesarias para un pleno seguimiento de Jesús.
En nuestra madre la Iglesia, por medio de sus Pastores, Alter Christus, otro Cristo, se renueva diariamente, por la Santa Eucaristía, la Alianza nueva y eterna entre Dios y los hombres sellada en la Sangre Preciosa de Cristo, máxima expresión de entrega y de amor que ha tenido Dios con su pueblo. Es nuestra Iglesia la cuna de este amor.
Recuerdo haber leído en una revista jesuíta el testimonio del Papa Francisco, en el que hablaba sobre la experiencia de una víctima, abusada por un sacerdote, que mencionaba que Jesús -mientras sufrió su pasión, sufrimiento y muerte- tuvo a su madre cerca siempre. En cambio a él, su madre la Iglesia, le había dejado absolutamente solo.
En el silencio, en un profundo silencio, muchas veces obligado, hermanos/as nuestros/as han sufrido el abuso de poder, de conciencia y sexual por parte de la Iglesia, por parte de personas que no se quitaron las sandalias en el suelo sagrado de otros y no reconocieron la presencia del Altísimo en aquellas vidas (cf. Ex 3, 5), menoscabando su dignidad y su integridad. En aquel silencio abismante, la Sangre de Cristo ha gritado más fuerte que la Abel (cf. Heb 12, 24), porque Cristo murió una vez en su cruento sacrificio, con gritos de dolor y de aflicción, tan humano, tan vulnerable, pero su grito sigue haciéndose latente en tantas cruces que se pueden vivir en la soledad, en el silencio.
“¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar hasta mí desde el suelo” (Gn 4, 10) reclamó Dios a Caín cuando mató a su hermano. No puedo dejar de imaginarme que Dios reclama lo mismo ante el grito injusto y desesperado de las víctimas. No podemos callar el grito de nuestros hermanos, el grito de la Sangre de Cristo encarnado en ellos; no podemos aparentar que nada ha pasado ni jugar con el lenguaje para minimizar la gravedad de estas aberraciones. Aquí hablamos de “sexo y violencia, de abuso de confianza, de vidas arruinadas, de hipocresía” (Zollner, 2018).
Como Iglesia, como bautizados y sellados con un rol profético, también nosotros tenemos que responder a la pregunta “¿dónde está tu hermano?” (Gn 4, 9), debemos mirar con amor aquellos rostros heridos, rostros concretos, el rostro de Jesús. “El velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba a abajo” (Mc 15, 38) y, entonces, Dios se nos reveló y pudimos llamarlo Abbá; el velo se rasgó y entonces la verdad se reveló. No podemos ser cómplices de volver a coser ese velo y mantener la verdad oculta.
Quisiera decir más, quisiera tener la profundidad en mi corazón para poder clamar hasta el Padre por aquellos que sufren y no son escuchados, que son callados y agredidos. Quisiera sacarme las sandalias y entrar en la tierra sagrada de mis hermanos para simplemente estar, escuchar y poder hacerles sentir aquel profundo sentimiento que Dios manifestó en el libro de Jeremías: “con amor eterno te he amado” (Jer 31, 3b). Quisiera limpiar las llagas de tantos clavos, látigos y coronas de espinas de quienes han sido crucificados y esperar con profunda fe su resurrección. Quisiera decir más, pero entre los sentimientos que me surgen, sólo puedo recordar las palabras de San Gaspar, apóstol de la Sangre de Cristo: “Qué Jesús sea nuestro amor y que nosotros seamos irrevocablemente de Jesús”.
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