Por: Andrea Espinoza, Coordinadora Área Social CUI.
El día 30 de agosto de 2017, en Santiago de Chile, la ciudadana haitiana Joane Florvil fue detenida y acusada de abandonar a su hija. Luego de 30 días de “calvario”, en donde estuvo separada de su hija y de su esposo sin poder contar con un traductor/a, murió en la postal central.
El día lunes 25 de mayo de 2020, en Minneapolis, Estados Unidos, George Floyd fue arrestado de forma injusta y posteriormente asesinado producto de una asfixia producida por el policía que lo detuvo.
Con estos dos sucesos comienzo a escribir, son 2 sucesos que me duelen profundamente y a los cuales no soy ajena. Además de escribir lo que sé o me han enseñado, escribo desde lo que he aprendido a través de los vínculos con comunidades, con familias, con personas, con historias de proyectos que deben volver a (re) construirse.
Escribo siendo una mujer que vive en Latinoamérica. Eso también me sitúa en un lado de la historia.
El racismo, según ACNUR (agencia de la ONU para los refugiados) es un tipo de discriminación y se produce cuando una persona o un grupo siente odio hacia otros/as por tener características o cualidades distintas, como el color de piel, el idioma, la religión. En relación a lo anterior, el racismo surge como una producción relacional actualizada y que incentiva el temor y la rabia- heterofobia- que realza, de manera generalizada y definitiva, diferencias reales o imaginadas sobre el otro a excluir, rechazar o matar. (Tijoux y Díaz Letelier 2014)
Pensar el racismo es necesario en el contexto actual, debido a que desde el año 2010 los flujos migratorios han ido cambiando y han incorporado población afrocaribeña (colombianos, dominicanos y, recientemente, haitianos), lo que ha convertido a la piel inmediatamente en una marca de inmigración (Tijoux 2016). Lo anterior ha generado distintas situaciones de discriminación e incluso violencia institucional, como lo que le sucedió el año 2017 a Joane Florvil.
Sobre el racismo hay una basta bibliografía. No es mi propósito en esta reflexión exponer teóricamente este fenómeno, sino más bien, apelar a la responsabilidad individual y colectiva que como cristianos/as tenemos.
Chile, principal horizonte de la población haitiana en Sudamérica, no puede ser sólo un país de destino. Debe ser también una sociedad de acogida. Una sociedad justa, inclusiva e intercultural, que valore lo distinto e intente entregar herramientas para una mejor inserción en la sociedad. El actual modelo de desarrollo neoliberal sólo reproduce e invisibiliza malas prácticas laborales, neoracismos y vicios propios de una ley migratoria –heredada de la dictadura− que no ha sido capaz de estar a la altura de los nuevos desafíos.
Nuestro propósito entonces como cristianas/os estaría en entregar las mejores herramientas para que cada persona y/o comunidad pueda escribir su propia historia. No hablar en representación de o en vocería de. Debemos construir espacios para que cada persona/ grupo pueda, en libertad, vivir su propia historia, no la que nosotros/as creemos que es mejor para él/ella/ellos.
Debemos intentar sentar las bases para que todas/todos tengan cabida en la sociedad. Es un deber social ser justos antes que solidarios, como decía el Padre Hurtado. No porque seamos “buenas personas”, sino porque el evangelio que vivimos implica un cambio de estructura. Es decir, “no sabérmelas todas”, no ponerme en primer lugar, escuchar antes de juzgar, no ser indolente frente al dolor, sobre todo el dolor de los grupos históricamente invisibilizados/as. Denunciar cuando hay injusticia, quedarnos en silencio cuando no sabemos, porque a veces, al hablar en “nombre de”, seguimos replicando dinámicas de opresión.
Piensen en todas las veces en que los hombres han hablado de “feminismo”, y no es que los hombres no puedan opinar de lo que es “ser mujer”, pero cada vez que un hombre habla en nombre de, hay una mujer que queda silenciada.
En este sentido las personas que están estudiando en centros de educación superior deben exigir en sus mallas una formación social sólida. Como dice Paulo Freire, no hay liberación sin educación. Y no hay educación sin profesionales que tengan una formación social. Aquella es la base de una sociedad más justa y, así, más parecida al Reino de Dios.
Nuestro deber como cristianos/as es mirar el país desde el evangelio y más aún desde el servicio de la fe y la promoción de la justicia. Una educación basada en Jesús y su pedagogía conlleva, inapelablemente, una responsabilidad especial de esfuerzo y amor al prójimo/a y, por consiguiente, más y mejor vida para todas y todos.
Quizás este tiempo sea para estar más callados/as y escuchar a los que históricamente hemos silenciado y olvidado.
Comments