Por: Belén Beltrán
Desde que nacemos dependemos por completo de otro para sobrevivir. A medida que pasa el tiempo la familia, amigos, escuela, parroquia, en fin, toda la sociedad se convierte en nuestra red de apoyo y contención en la cual forjamos rasgos fundamentales de nuestra personalidad. Ya lo dijo Aristóteles, somos seres sociales por naturaleza, somos con el prójimo y en el prójimo, de ahí que gran parte de los rasgos que nos definen provienen de nuestro proceso de socialización entre ellos…la fe.
La fe nos fue dada por otro, llegó a nosotros como parte de una gran comunidad que ha propagado un ejemplo de amor y entrega por los demás. Pero este bello mensaje contrasta con el modelo económico, político y social que nos dirige a nivel mundial. Modelo que deja en evidencia un fuerte individualismo, soledad, desconfianza y tristeza. Es por eso que la fe se vuelve una fuerza sobreviviente en este momento y cultivarla es un preciado bien que muchos atesoramos.
Pero ¿qué estamos haciendo mal? Estamos viviendo una fe a puertas cerradas, una fe personal y en comunidades cerradas. Nos quedamos en la comunidad de quienes comparten nuestro grupo etario, nuestras afinidades, incluso nuestras espiritualidades. Porque sí, dentro de la fe cristiana existe una serie de divisiones que muchas veces dificulta lo mas importante del mensaje de amor, dificulta ser la gran comunidad de todas y todos los que componen nuestra existencia que es a lo que Jesús nos ha invitado.
Aunque claro, hoy vivimos tiempos difíciles, la emergencia sanitaria del COVID-19 nos tiene inquietos, aislados con la vida un tanto en pausa, incluso, quizás con Dios un tanto en pausa. Es ahora cuando debemos perseverar junto a nuestras comunidades, las que probablemente ya no sean los compañeros de universidad o los colegas de trabajo (como lo serian en el cotidiano); sino que quizás sea la familia, la roomie, los vecinos del edificio, la mascota o las plantas. Estas nuevas comunidades que hoy se han formado a partir de la pandemia, o las que se han visto favorecidas con el confinamiento nos han mostrado nuevas maneras de vivir con el otro, ya que no estamos solos en esto. Dejamos las diferencias de lado y nos ocupamos más bien de estar unidos, compartiendo contenido de diversas fuentes por redes sociales, conociendo el trabajo de otros, haciendo una comunidad online que hoy nos desafía a propagar la fe de otro modo.
Hay que estar atentos para sentir ese llamado constante, muchas veces en bocas ajenas que nos invita a profundizar en la fe, a darle sustento a nuestro actuar y esto no lo lograremos sin el apoyo de otros. El desafío es a ser comunidad con muchos, a transmitir nuestro mensaje de amor ¡fuerte y claro! Para que al retorno a la “normalidad” cuando todo esto pase sea más bien a algo mejor, a una sociedad más parecida a una comunidad de Dios ¿podremos con esa tarea?
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