Por: Ninoska Aguilera, ejecutiva de proyectos en Tirúa
“La paz será fruto de la justicia”. Así reza la frase con la que la comunidad de jesuitas en Tirúa pone fin a su libro “Mitos chilenos sobre el pueblo mapuche”; y es precisamente ese afán de justicia, el que los comuneros mapuche han perseguido incansablemente, en una lucha histórica que lleva bastantes décadas.
Soy Ninoska Aguilera, soy Licenciada en Ciencias Jurídicas de la Universidad de Concepción, pertenezco a la Comunidad de Vida Cristiana (CVX) desde segundo medio y gracias a ella y a la red de Jesuitas de Territorio en Conflicto que, desde hace ya varios años, me ha apasionado el estudio por la historia y la cosmovisión mapuche; sin embargo, no fue hasta este año en que pude aprender desde la cotidianeidad que ofrece el día a día, el mate compartido y las relaciones interpersonales. Lo anterior gracias a mi trabajo, un proyecto del Gobierno Regional para zonas aisladas que, en mi caso, busca fomentar el turismo asociativo de emprendedores mapuche pertenecientes a la localidad de Tirúa Centro y Sur.
El caso de Camilo Catrillanca no dejó a nadie indiferente. El pueblo mapuche está de luto de cordillera a mar, Pewenches y Lavkenches aún lloran y se duelen por su partida. Lo más injusto de todo, es que este no es un hecho aislado, que la muerte de Camilo es un episodio más de los cientos que ha protagonizado el Estado de Chile en contra de los comuneros.
Movilizaciones, comunicados de prensa, debates, actos conmemorativos, formalizaciones y una larga lista de etcéteras remecieron a todo un país y pusieron en la palestra, al fin, la violencia desmedida y sistemática que se vive en la Araucanía.
Pero, ¿cuándo empezó todo esto? Hace casi 150 años, cuando se dictó una ley que puede explicar en buena parte el origen del conflicto chileno – mapuche, se trata de la Ley del 21 de agosto de 1868 que tenía un solo artículo en donde se autorizaba al Presidente de la República para aumentar en 1.500 hombres las fuerzas del Ejército permanente destinado a la Frontera e invertir hasta $500.000 de la época. Esta ley tenía un solo propósito, que lo dejo bastante claro el Diputado Benjamín Vicuña Mackenna, “hay almas tímidas que se asustan de pronunciar (...) la palabra Conquista. Pero yo, señor, la he dicho en alta voz y la repito otra vez (...), como una inspiración de mi patriotismo: (Destruir Arauco)”.
En la discusión parlamentaria de esta ley, uno de los pocos que se opuso fue el Diputado Liberal Justo Arteaga Alemparte, quien señalaba que “el alzamiento mapuche vino después de las dos primeras expediciones, que sólo provocaron la destrucción de algunas chozas. Después de eso vino la sublevación. Y ¿cómo se quería detenerla? ¡Con los mismos medios que la provocaron y la hicieron estallar! Enviando ejércitos numerosos a talar, saquear y destruir las casas, los campos, las vidas de aquellos mismos mapuche que, según dice(n), son nuestros compatriotas, haciendo una guerra salvaje, predicando la civilización chilena con el vandalaje y el incendio”, añadiendo “en el fondo, no hay otro objetivo que la guerra del exterminio”.
A casi siglo y medio las autoridades de Chile aún no aprenden la lección, no importan las buenas intenciones del Ministro de Desarrollo Social Alfredo Moreno o la retórica multicultural del Presidente Sebastián Piñera: mientras existan personas en el Gobierno que repiten una y otra vez que la receta para salir del conflicto es la fuerza pública, cualquier intento por la paz estará destinado al fracaso.
Cuánta razón tenía la Violeta, al elevar su canto, denunciando que Arauco tiene una pena. Es cierto, la tristeza, la impotencia y la amargura no se irán de un día para otro, pero hoy el Comando Jungla y todas las propuestas de fuerza pública, al igual que en 1868, en vez de terminar con las sublevaciones, las provocan, porque la solución al conflicto requiere voluntad política y un compromiso real de avanzar en esa dirección.
Desde mi escritorio, aún logro vislumbrar el sol caer en la playa La Puntilla de Tirúa; Una localidad cálida, tranquila y fuertemente estigmatizada, donde el 80% de la población es mapuche y la que una ex voluntaria de la RAI bien llamó “Falsa Trinchera”. Una falsa trinchera en donde la señora Tina me abraza al llegar, una falsa trinchera en donde sólo se ve gente trabajadora, alegre y luchadora; donde los niños juegan, asisten a la escuela y disfrutan del paisaje y la inmensidad del campo. Una falsa trinchera en donde ancianos, adultos y niños se esfuerzan por proteger la Ñukemapu y luchan diariamente por preservar y mantener la cultura e identidad de su territorio. Un lugar verdaderamente mágico, en el que el Küme Mongen (Buen vivir) constituye una forma de vida que se comparte y contagia. Una falsa trinchera en donde todos te saludan con una sonrisa al verte pasar: mamás que trabajan en el pueblo para llevar alimento a su casa y hombres que salen a pescar en las mañanas, aprovechando lo inmenso y generoso del mar. Un lugar en donde el tiempo se detiene y todo tiene un ritmo calmo y sereno. Es esa misma falsa trinchera en donde una yunta de bueyes avanza ayudando al agricultor a remover la tierra para sacar sus papas y donde una tejedora lavkenche, con el movimiento grácil de sus manos, da forma a las mantas y ponchos más lindos que existen.
Y aquí en Tirúa, un pueblo tranquilo, la militarización no es un mito. El día 15 de noviembre viajé desde Arauco y por la carretera vi incontables vehículos y personal de Fuerzas Especiales desfilando por la calle, metralleta al cuello, causando temor e inseguridad a todos a su paso, porque es precisamente eso lo que quieren conseguir: hacernos creer que somos indefensos, que estamos en peligro y que por vivir/estar en el Wallmapu, no tenemos derecho a dormir tranquilos ni desarrollar nuestras actividades con normalidad y eso, TAMBIÉN ES VIOLENCIA.
Ahora insisto: ¿Cómo no indignarse frente a tanta injusticia? Los mapuche también son familia, también son niños, también quieren paz. Sólo piden que dejen de matarlos y criminalizarlos injustamente. Como jóvenes católicos es nuestro deber remecernos frente al dolor y, a partir de esa rabia, construir. Debemos ser capaces de alzar la voz frente a lo adverso y, desde nuestros propios escenarios, marcar la diferencia. Que nunca, jamás seamos indiferentes frente a las lágrimas de nuestros hermanos y que nos duela el sufrimiento ajeno, porque es ahí donde Cristo también vive.San Ignacio de Loyola nos invita a ser contemplativos en la acción, tomando un rol activo frente a la sociedad, denunciando las injusticias y creando a partir de nuestros talentos e intereses, forjando el camino que nos conduzca siempre a más amar y más servir.
“La paz será fruto de la justicia. Esto es entender que no hay paz a cualquier costo, ni de cualquier manera; sino sólo entendida como el establecimiento de relaciones basadas en la dignidad de las personas y de los pueblos. Dignidad que pasa en el territorio del Wallmapu por el reconocimiento de un pueblo como sujeto de derechos colectivos. Es la dignidad de un pueblo que tiene todo el derecho a existir como tal desde su propio proyecto histórico de vida. Si comprendemos esto tan fundamental, podremos establecer el piso para una convivencia armónica no sólo entre el Estado de Chile y el Pueblo Mapuche, sino entre todos los que habitamos el territorio”.
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