Por: Bernardita Pérez Santander.
Cuando pienso en la Semana Santa y en el momento de la Pasión; el Domingo de Ramos marca el inicio de lo que hemos experimentado en la Cuaresma: preparar el corazón para todo lo que va a vivir Jesús y se me vienen muchas cosas a la cabeza. Primero: ¿Cómo no había otra forma de morir? Y después: que alegría saberme salvada, reconocerme hija y tener la certeza de que Jesús murió por la humanidad, por todos y también por mí. Por qué sólo Él entendió perfectamente lo que es amar. Eso que el mundo rechaza, Él lo aceptó y abrazó y se hizo parte. Murió y se postergó para que viviéramos una vida de alegrías profundas y no superficiales, verdaderas. Para que entendiéramos que el dolor, tiene que ver solo con amar, amar de verdad.
Como una película en mi cabeza las imágenes de Jesús por la Vía Dolorosa. Jesús en el Calvario, Jesús en la Cruz. Jesús, en su pasión y muerte, solo. En un segundo, me estremezco, y sin entender, creo, y creo profundamente. Me da Paz.
Entonces, mi cabeza vuelve y es Jesús y a las mujeres que consuelan su dolor. Mujeres del evangelio, profundas, silentes, aperradas, valientes. Mujeres de hace más de dos mil años que hoy siguen tan presentes. Mujeres actuales y reales, mujeres del mundo de hoy. Mujeres de la población donde vivo. Mujeres que al igual que María crían y sacan adelante a sus hijos, nietos, sobrinos y lo que venga; aunque no sean de sangre, son familia.
Esas mujeres que han llevado una vida difícil. Muchas veces vidas llenas de abuso, de violencia y de pérdidas; mujeres que se han dejado de lado por los que tienen a su cargo para darles “algo mejor”, mejor de lo que les tocó a ellas.
Mujeres que forjan el futuro de los suyos. Mujeres que ajadas por el sol y entumecidas por el frío se levantan en medio de tinieblas buscando la Luz, Luz que es el reconocerse amadas por Dios. Para salir adelante con sus familias, aveces con tantos dolores acuesta, sin conocer otra forma, pero su fe sigue y es la roca misma, inquebrantable. Ellas, me interpelan, me enseñan tanto, son admirables. Sus contextos son diversos y no son películas, es la pura realidad. Son las madres de los más pobres de los pobres, los marginados, los drogadictos, los apartados, los ignorados y de los no deseados. Son esas mujeres solas que no pierden la perseverancia; mujeres que son madre y padre.
Pienso en las mujeres a los pies de la Cruz, y las veo a ellas hoy. En todas las Marías, las Magdalenas, Salomés, Verónicas, y tantas más; que día a día viven un Calvario y de diferentes maneras, y siguen ahí, firmes, confiadas en el amor, pero sobre todo en la promesa de Dios.
Entonces, viene a mi cabeza San Ignacio y la consolación. Este tremendo santo planteaba que el rasgo de Jesús Resucitado es el oficio de consolar. Y ver a las mujeres de la Resurrección ejerciendo con Jesús ese oficio, es una bomba de amor. Es un gesto puro de postergación, algo tan rechazado por el mundo en el que vivimos. Porque aveces, consolar significa eso postergarse por otros. Eso mismo hizo Jesús, y eso mismo hacen las Mujeres hoy en muchos lugares, porque eso es verdaderamente amar, esa es la huella del amor fiel, bueno, y verdadero. Mientras más amas, la entrega total pasa a ser la meta y consolar en Dios es ver la Luz; es sentir consuelo en medio de las tinieblas, es saciar la sed. Es levantar la mirada, y vibrar en la alegría de la Salvación que el Hijo del hombre ha dado por todos, todas y cada uno de nosotros.
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