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La mochila de las culpas

Por: Francisca Lopez, teóloga.


Reconocer que la experiencia creyente es una cuestión de relación que nos compromete existencialmente no es cosa fácil. Asumir, además, que esa relación con Dios en el horizonte de una comunidad implica comprometer la vida entera, es un tremendo desafío.


Una de las cosas liberadoras en mi camino de fe, ha sido intentar integrar todas las dimensiones de la vida, asumiendo un proceso de autoaceptación, siempre precedido por la conciencia de la aceptación que Dios tiene hacia mí (y hacia todos/as). Evidentemente es un proceso nunca acabado, y que ha atravesado por las contradicciones que la misma vida nos impone, o que nos autoimponemos.


Quisiera entonces profundizar en una de las muchas cosas que entran en juego a la hora de pensar el compromiso con Jesús y con los/as demás, de la cual se sigue nuestra coherencia ética: la culpa. Seguramente todos/as hemos experimentado el sentido de la culpa en nuestras vidas, pues es una realidad que resulta inherente a las relaciones humanas. Y como muchas de estas realidades, la culpa puede ser liberadora o atrapante.


Mucho hablamos de reconciliación entre los creyentes, y en ocasiones olvidamos que ella pasa por una sana relación con las culpas personales. A mi juicio, la culpa debiera ser expresión de la propia conciencia de responsabilidad, cuyo paso consecutivo tiende a hacerse cargo de lo que hacemos. Sin embargo, la clave fundamental de ello tiene su raíz en contar con un sentido comunitario de pertenencia, considerando que aquello que realizamos repercute inevitablemente en la vida de los/as demás. La “contraseña”, entonces, puede encontrarse en asumir que vivir es convivir. Más aún en la alternativa cristiana.


Al tratarse de un proceso personal, puede haber tantas formas de vivir la culpa como personas que habitamos el mundo, pues una de las cosas inevitables que aquí se sortean es el autoconcepto (la imagen que tenemos de nosotros/as mismos/as, y cuánto influye en ello lo que piensen los/as demás).


Puede darse entonces que identifiquemos conductas asociadas a la vivencia sana de la culpa, y a otra insana. La clave para su distinción, se halla en dónde está puesto el centro de la sensación: en mí o en los/as otros/as.


Generalmente la culpa sana se caracteriza por reconocer que el acto que he cometido no define completamente mi persona. Es decir, soy capaz de comprender que no es lo mismo hacer algo malo que ser malo. Habitualmente es posible bajo esta culpa considerar que soy libre y responsable, ponderando así las posibilidades que se ajustaron a mi realidad a la hora de actuar para poder aprender. Así, la importancia mayor se encuentra en fijarme en el daño que he causado a otros, más que agotarme en el nivel personal. Esto motiva a su vez un deseo de reparación que me moviliza y permite avanzar en el espíritu del con-vivir.


Por otro lado, la culpa insana suele generar deseos de autoagresión, disminución de la autoestima, pensamientos viciosos en torno al propio yo (egocentrismo), y por esta misma causa repetición de las conductas a partir de compensaciones que no me abren a los/as demás. De este modo la culpa me “atrapa”, volviéndome pasivo frente a la situación, sin posibilidades para mirar más allá de mí mismo/a.


Lo decisivo entonces no tiene que ver tanto con la culpa en sí misma, sino que con el sentido de pertenencia a la comunidad. En simple: cuánto me importan los/as otros/as. Jesús de Nazareth está permanentemente invitándonos a salir de las barreras “yoístas” (centradas en el yo) para reconocernos solidarios con todo el género humano, sin exclusión alguna. Ya sabemos que no es la confesión del pecado lo primero que pide Jesús a quienes se le acercan. Siempre lo primero es la cercanía, la solidaridad, el encuentro gratuito.

Con esto no quiero decir que la culpa es irrelevante, todo lo contrario, es crucial a la hora de apostar por una experiencia creyente liberadora, consciente y responsable de los propios actos en clave comunitaria.


El sentido de culpa sana, por lo tanto, que conduce al arrepentimiento por la falta que daña a un otro, y que a la vez falta a Dios mismo, resulta ser profundamente sanadora, pues posibilita una reconstrucción de la propia vida que se sabe confiada en el amor gratuito e incondicional de Dios.


Algo que he aprendido siguiendo a Jesús y su Buena noticia es que la vida cristiana se inicia de manera honesta cuando abandonamos la ilusión obsesiva de ser perfectos/as, y nos animamos a recorrer el camino de la conversión, donde ponemos todo el corazón a disposición de una libertad que nos compromete históricamente con los/as demás en el vínculo con Dios.


Sólo podemos avanzar cuando entendemos que reconocer las propias limitaciones no tiene que ver con dañar la autoestima, sino con atreverse a enfrentar a nuestras verdades, sabiendo que en la aceptación de lo real somos capaces de cambiar. Sólo se cambia lo que se acepta de manera responsable, recordando aquí que es en la flaqueza humana donde más se manifiesta la fuerza divina.


Que esto nos conduzca hacia un mayor compromiso con Aquél que protagoniza nuestras vidas, y nos ayude a escoger qué mochilas llevar, y qué mochilas ayudar a otros/as a cargar.

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