Por: Ramiro Riboldi, estudiante de Psicología. Argentina.
Con su resurrección, Jesús quiere mostrarnos que la muerte no tiene la última palabra, que hay algo más por esperar, y nos invita a una actitud muy bella: mirar la vida con esperanza. Mientras la urgencia de esta crisis sanitaria global, que azota a tantos países y se lleva la vida de tantos y tantas, nos obliga a poner nuestra atención y nuestros esfuerzos en el presente, la mirada del cristiano no debe perder su horizonte, porque el corazón del discípulo que cree en el Resucitado está atravesado profundamente por esta esperanza.
Si abandonamos la mirada en el hoy para ver más allá, ¿cómo será la Iglesia después de esta pandemia? ¿Qué quedará de ella? ¿Cómo serán los cristianos “post-coronavirus”?
Lejos de pensar en una Iglesia en ruinas y caduca, que ya no tenga respuestas ni sentidos profundos para el mundo y los dramas de la existencia del hombre, pienso en una Iglesia más fiel al modo de ser de Jesús. Una Iglesia liberada de ritualismos intimistas que poco tienen que ver con nuestra salvación y con nuestra relación con Dios. Con un fuerte ardor de vivir en comunidad, repleta de cristianos y cristianas que ya no llenarán sólo por costumbre grandes Iglesias y Templos construidos épocas prósperas y de esplendor, porque habrán entendido que, para estar allí y encontrarse con el Padre, es imprescindible la experiencia de compartir y encontrarse también con los demás, de manera real y concreta, ya no detrás de las pantallas. Que la llamada al mandamiento más grande del amor la hemos recibido muy en serio, y que, efectivamente, nadie se salva solo ni sola.
Y hasta quizá, esta pandemia llegue a sacarnos de nosotros mismos, de nuestras vidas encerradas en el egoísmo y el confort, muchas veces orientadas por intereses espirituales que sólo buscan el propio bienestar interior, y dé lugar a cristianos/as comprometidos/as e involucrados/as con lo que vendrá, la “nueva realidad”, que para muchos/as de nueva no tendrá nada, pues solo se harán más visibles y profundas aquellas pandemias que existen desde hace tiempo: pobreza, marginalidad, exclusión, violencia, soledad, muerte, hambre, dolor. Será imposible que estas miserias sigan pasando desapercibidas, y los cristianos y las cristianas “post-coronavirus” ya no podrán ignorar estas viejas y antiguas normalidades en las que, tristemente, han estado sumidas las vidas de tantos/as hermanos/as desde hace tiempo. Y pondrán el cuerpo, el alma y el corazón para estar allí, acompañar, ayudar, consolar y escuchar, no como una ONG, sino como lo hizo el mismo Jesús frente a las miserias que a Él mismo le tocó acompañar, porque es el único que puede sanar, curar y redimir.
En este presente tan desolador, donde el único horizonte que hoy se deja ver es que esta pandemia dejará solo muerte, nuestro Dios que ha Resucitado nos invita a poner la mirada en lo nuevo que puede surgir: auténticos discípulos que, tocados en sus corazones por el Maestro, saldrán al encuentro de las realidades más tristes y profundas, e involucrándose en ellas, intentarán cambiarlas a la luz del Evangelio, devolviendo a todos y todas la libertad y la dignidad de los Hijos de Dios. Cristianos y cristianas que ya no pondrán el eje de su vida espiritual en una fiel y exigente asistencia a la Iglesia, sacramentalismos fanáticos o rigurosas prácticas piadosas.
Esta pandemia ya es, en sí misma, una de las experiencias místicas, espirituales y contemplativas más profundas que al cristiano del tercer milenio le ha tocado vivir. Y una vez que en esta experiencia de oración y contemplación descubramos el rostro del Maestro, que se mostrará con toda su luz, llegará el momento de la acción: saldremos a un mundo donde el dolor y el sufrimiento ya no puedan ocultarse más, para anunciar la esperanza de la salvación que Jesús quiere hacer llegar a todos y todas. Esperanza que ya no puede callarse más, porque es esencia del cristiano/a anunciar lo que ha visto y oído. Así, los/as cristianos/as “post-pandemia” se verán fuertemente llamados y llamadas a llevar la alegría de los valores evangélicos a todos los rincones de la tierra, a todas las personas, porque habrán comprendido que, como decía el Beato argentino Mons. Enrique Angelelli, “no se puede esconder el Evangelio debajo de la cama”: Es necesario anunciarlo y compartirlo para iluminar y sanar al hombre y la mujer del hoy en toda su realidad y condición.
¿Cómo será la Iglesia después de esta pandemia? No será una ONG enfocada en resolver problemas humanitarios, sino católica y universal, que anunciará un mensaje, concreto y realista, pero el mismo de siempre. Una Iglesia más fiel al modo de ser de Jesús. Y si todo esto no sucede, si el virus y una pandemia no logran calar profundo en nuestros corazones, si después de todo lo vivido nada nos interpela, nada nos cuestiona, nada nos toca en lo profundo del corazón, habremos dado el paso definitivo para convertirnos en cristianos de museo. Cuando termine esta pandemia, comenzará una “nueva realidad”, que sólo mostrará viejos y antiguos problemas. Pero nosotros deberemos tener puesta nuestra mirada en el Dios de siempre, belleza siempre antigua y siempre nueva, volviendo a nuestros orígenes, al estilo de los corazones ardientes de las primeras comunidades cristianas, para redescubrirlo a Él y salir de las vitrinas en las que, cómodamente, muchas veces preferimos encerrarnos e instalarnos.
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