Por: Cristián Viñales sj.
Nos aproximamos a esta Semana Santa en un contexto de extrema incertidumbre, escenas de dolor e injusticias inundan nuestras pantallas, seguimos encerrados y ante el miedo y la angustia el futuro parece cada vez más borroso. Junto con esto, desde el interior de nuestra propia Iglesia escuchamos palabras que nos confunden y enrabian porque nos parecen injustas y poco misericordiosas. Por otra parte, la violencia y la polarización en nuestra sociedad son preocupantes, nos acercamos a un proceso constitucional inédito, en un contexto tremendamente complejo. Con todo esto ¿Cómo no tener ganas de mandar todo a volar? Si la sociedad, la política y la iglesia parecen mostrarnos justo aquello que no queremos para nuestra vida. Puede ser grande la tentación de salvarnos a nosotros mismos mientras miramos desde lejos los dolores del mundo. Pero ¿Qué podemos aprender de Jesús para hacer frente a todo esto?
El evangelio nos narra que Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto y allí fue tentando por 40 días y 40 noches, hasta que finalmente vence las tentaciones. Sin embargo, la cuestión no es tan simple, estas tentaciones no son superadas de una vez y para siempre, los 40 días para el lenguaje de las escrituras dan cuenta de una historia completa, un ciclo cumplido, de esta manera lo que se nos está diciendo es que las tentaciones estarán presentes durante todo el ministerio de Jesús, poniéndolo a prueba constantemente. Los y las invito a hacer zoom en la tercera tentación(1). El demonio lleva a Jesús a una alta montaña y mirando el horizonte le dice: “Te daré todo esto, si te postras y me adoras”. Le propone una vía exprés para el cumplimiento de la misión, un camino sin involucrase con el mundo, para así evitar la pasión y la cruz. Jesús replica fuerte: “Apártate de mí Satanás”. Es humano evitar el sufrimiento y no querer morir y nada más humano que el mismo Jesús quien, aun siendo tentado, tiene claro que no está en el mundo para mirarlo desde un balcón, sino para identificarse con él. Mientras el tentador le ofrece reinos para poseer, Jesús contemplando el dolor y miseria, desea identificarse con nosotros.
Ahora, situándonos con la imaginación en Getsemaní(2), como si presente nos hallásemos en el huerto de los olivos. Se nos narra que Jesús está triste y angustiado, enfatizando: “… en gran manera”. Necesita de la cercanía de sus amigos, pero como sabemos mientras duermen no son capaces de acompañarlo. Siente una profunda soledad, angustia, miedo paralizante, tanto así que con desesperación ora a al Padre suplicando: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.”. El Hijo de Dios no quiere morir, sin embargo, está dispuesto a ello. Tiene claro que a Él nadie le quita la vida, sino que la da por su propia voluntad(3), ciertamente él no elige la cruz, pero nuevamente elige quedarse en las entrañas del mundo y no usar su condición de privilegio para bajarse apartarse de la cruz.
La cruz despierta en nosotros dos sentimientos, en primer lugar, la incomprensión ¿Cómo puede Dios permitir que Jesús muera cruelmente en la cruz? Esta pregunta sin duda interpela mi imagen de Dios, pero luego miro con detención a Jesús en cruz y me siento profundamente amado, pues él no se reservó nada para sí mismo, en la cruz entregó todo y esa decisión formidable, también fue por mí. Entonces, el calvario no es un hecho fortuito, tampoco una meta masoquista, no se trata de la maldad de un padre sádico, ni mucho menos la performance barata de un dios que no sufre. Para Jesús es el resultado de un camino recorrido en libertad. Él sigue hasta el final en su vocación porque sigue experimentándose como el Hijo amado. Sigue adelante porque: “Tanto amaba a los suyos que los quiso amar hasta el extremo”(4). En la cruz somos introducidos en el misterio del amor de Dios.
Creo que así podemos aproximarnos a lo que propone San Pablo (5):“…existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor, pero la más grande de todas es el amor…”. Porque cuando miramos a Cristo en cruz y las cruces del mundo, puede ser que la fe se haga chiquita, puede ser que las esperanzas y los proyectos parezcan derrumbarse, pero cuando lo contingente es signo de muerte, solo el amor histórico y las promesas en él fundadas son capaces de vencer el miedo para seguir adelante.
En los Ejercicios Espirituales, San Ignacio nos invita a pedir insistentemente la gracia: “Conocimiento interno de Jesús … para más amarle y seguirle”(6). Para Ignacio el seguimiento de Jesús se funda en la intimidad con él, cultivar una relación entrañable en clave de amor. Por lo mismo, al contemplar a Jesús en el evangelio no dejemos pasar la oportunidad de preguntarle: ¿Por qué haces lo que haces? ¿Por qué dices lo que dices? Jesús no es un robot bajo control, ni un candidato con programa de gobierno, el milagro emerge cuando se le aprieta la guata(7) ante la injusticia, cuando el dolor y la necesidad del otro lo interrumpen(8), allí surge el Reino, toda vez que brota el amor. El santo aquí nos comparte una pista para el seguimiento e identificación con Jesús, buscar siempre el mayor amor.
Nadie en sus cáveles quiere ir a la cruz, por supuesto, pero la vida muchas veces pone en nuestro camino cruces que vivimos en carne propia o nos toca acompañar. Los cristianos nos reconocemos invitados a ser otros Cristos, está es nuestra vocación profunda, permanecer en las entrañas del mundo, reconociendo que los sufrientes son la causa de Jesús, Él con ellos se ha querido identificar. En consecuencia, en la cruz que contemplamos o llevamos en el pecho, no solo nos reconocemos amados incondicionalmente por Dios, sino que renovamos el deseo de identificarnos con el Mayor Amor que es el modo de Jesús.
(1) Mt 4, 8-10
(2) Mt 14, 32-42
(3) Jn 10, 18
(4) Jn 13, 1
(5) 1Cor 13, 1-13
(6) EE 104
(7) Lc 7, 13
(8) Mt 9, 36
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