Por: Carito Flores, Asesora Laica CVX Secundaria Antofagasta.
Tierra, vida, virgen, madre, mujer …. pensar en el ser mujer es asociarlo sin duda a estas palabras. Cuantas veces escuche hablar de la “madre tierra”, de esa fertilidad atribuida a una potencial productividad de frutos como de ganancias, pero también una que entrega tranquilidad, plenitud, que otorga vida. Pero reducir el ser mujer a ese sentir parece restringirlo a un rol solo de madre. Es así como la mujer desde sus inicios vive bajo la disputa de “roles” y atribuciones intrínsecos al solo hecho de ser mujer.
Cuando pienso del rol de la mujer en la Iglesia me remonto a aquellas imágenes de mujeres que a simple vista e históricamente se han impuesto como modelos - estereotipados tal vez- a una Eva. Como aquella mujer que viene a desordenar un orden lógico, pero que también representa el lado débil del Pecado, o a María relacionada a la fertilidad y el silencio. Esa imagen de mujer, graficado en un rol impuesto y que por mucho tiempo no fue ni siquiera cuestionado.
Tiempos en los cuales a la mujer se le asignaba un rol secundario, por ser el “lado débil”, lo que significó no tener voz, ser invisibilizada y disminuida. Eran otros tiempos - si, lo eran - pero que no están lejanos a la realidad actual, sobre el rol de la mujer en la Iglesia Católica.
Pensar en la Iglesia católica y en su estructura, como “institución”, es entenderla en una jerarquización, como una figura de poder, y como una estructura profundamente patriarcal, donde se sitúa a la hegemonía del hombre por sobre la mujer, donde simplemente no existe el espacio para que la mujer sea vista como un igual, como un par, como una o más.
Pero es en esa iglesia, institucionalizada y jerarquizada, esa que no avanza, que no incluye sino que excluye, que se aleja del proyecto de Dios, de su mensaje y su evangelio, es en esa iglesia “institución" en la que no creo.
Volver a traer a Cristo al centro es volver a entrar a su evangelio, y a su mensaje, volver a mirar con sus ojos. Y es en esa re-lectura en donde veo imágenes de grandes mujeres, a una María que no solo fue relevante por aceptar la tarea de ser Madre, sino que también revolucionaria para su época, por saber lo que significaría esa decisión y asumirlo de manera valiente, esa imagen de compañera hasta el final. Cuando se anuncia el evangelio, es a las mujeres a quienes se les anuncia, las que de manera atrevida salen a comunicar la noticia, sin necesidad de esperar a los discípulos, que con temor lo hacían. En la misma línea la imagen de Jesús juntándose con María Magdalena, quien representaba a las mujeres oprimidas e invisibilizadas de su propio pueblo.
Es ese evangelio el que nos acerca al rol de la mujer en la Iglesia de hoy. Desde las pequeñas comunidades parroquiales, desde las peregrinaciones y la espiritualidad popular, desde las preparaciones para los sacramentos y otros tantos ejemplos donde las mujeres son las protagonistas, donde no hay un rol secundario, donde ellas son las que sostienen esas iglesias construidas por todas y por todos, laicas y religiosas que se la juegan, que evangelizan desde las fronteras, que están donde otros no están. Tantas mujeres que han dado tanto por esta Iglesia, esa Iglesia que debido a la crisis que ocurre en lo más alto de su jerarquía, se fragmenta y daña a muchas y muchos. Pero en donde, finalmente, son ellas las que día a día están ahí, estoicas y valientes para seguir construyendo el reino; tal como dijo el Papa Francisco, “La iglesia en América Latina, tiene rostro femenino” y no lo dudo en lo más mínimo.
Pensar en el rol de la mujer en la Iglesia, ya no solo debe ser esperar una respuesta “acerca del lugar que debemos estar”, sino que debe ser una invitación para cuestionarnos ese espacio que se nos atribuye, para poder sacar la voz, para poder tener ese trato digno, igualitario, y no solo desde las bases sino también el espacio que merecemos en lo más alto.
Pensar en este rol es creer en una Iglesia cercana, donde hay espacio para todas y todos, donde se acoge y se acompaña, donde los oprimidos son uno más, donde “creer” en la mujer como un igual no tenga que ser una creencia sino que una realidad, es en esa Iglesia en la que profundamente creo, y por la que me la juego.
Los tiempos avanzan y la Iglesia también, ya el Papa Francisco nos ha demostrado con grandes y pequeños gestos que se puede cambiar, que no hay que temer, y nos invita a abrir la discusión respecto de la mujer en el clero, y en su influencia cultural, social y política, nos deja mensajes claros e interrogantes, como una frase del Padre Hurtado dirigida a las y los jóvenes de nuestro país preguntándonos ¿Qué haría Cristo en mi lugar? … si me doy una respuesta, creo que sacaría la voz por las y los débiles, marginados, invisibilizados. Estaría construyendo Iglesia, estaría con aquellas mujeres que consagraron sus vidas, con las trabajadoras, con las encarceladas, con las que luchan día a día por visibilizar sus derechos, con las madres, con aquellas que no nacieron en el cuerpo que hubieran deseado, con las jóvenes y cuantas más, estaría con nosotras.
Es momento que la Iglesia que conformamos todas y todos se disponga a valorar que la mujer como laicado, para que pueda hablar más y la jerarquía se disponga a escuchar, a acompañar y a tratar de manera digna, no con roles si no como iguales. Sueño con poder renovar nuestra iglesia con la esperanza de construir el reino, con todos y todas, sin distinciones, pero desde la base de ver a las mujeres como un igual. Sueño, y me la juego, por esa Iglesia feminista.
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