Por: Hno Elias Meza, Comunidad de Jesús
La confesión de los pecados se practica desde los inicios de la comunidad cristiana, incluso desde los primeros discípulos y discípulas de Jesús donde podemos ver a una mujer adúltera y a un Paralítico. Por ejemplo, en el primer caso se puede percibir el arrepentimiento en el cual Jesús le ofrece el perdón, en el segundo caso derechamente le dice toma tu camilla, tus pecados te son perdonados. En ambos acontecimientos prevalece el amor de Dios que sabe poner su corazón en la miseria humana, esto es lo que lleva a Jesús a la muerte pero resucita triunfante y glorioso. Después de este acontecimiento, nuestro Maestro dice a sus discípulos lo que podemos leer en el testimonio de Juan:
Los discípulos se alegraron al ver al Señor. Jesús repitió: —La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así yo los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: —Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos.” (Jn.20, 20-ss)
Si bien es cierto, y tal como lo indica el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), el pecado es una ofensa primera a Dios y a la comunidad (CIC; 1440), es el mismo Jesús quien nos da la posibilidad de arrepentirnos, convertirnos y perdonarnos unos con otros en su nombre. En el Evangelio citado anteriormente, podemos visualizar cómo Jesús entrega a sus discípulos el Espíritu Santo para una misión especial: “A quienes les perdonen los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengan les quedarán retenidos”; si hoy nosotros, como jóvenes seguidores de Jesús, nos consideramos sus discípulos y discípulas, es porque tenemos la potestad de perdonarnos mutuamente, desde la conversión, es decir, reconocer el error cometido, ir donde el hermano y/o la hermana a quien he faltado, pedir perdón y enmendar el acto que me hizo separarme de Dios y de la comunidad. Esto, es tener una clara conciencia que somos seres humanos. Cometemos errores, pero reconocer los errores, convertirnos y pedir perdón nos identifica como cristianos, tal como nos dice la comunidad de Juan en el Evangelio “En eso conocerán todos que son mis discípulos, en el amor que se tengan unos a otros.” (Jn.13,34).
Es por esto que el Sacramento de la reconciliación no es tan solo el ir a confesar los pecados y listo, sino más bien es un proceso de conversión donde el sacramento nos ayuda a dar el paso de descubrir en qué hemos fallado. El Concilio Vaticano II (CVII) en Lumen Gentium nos indica que:
Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones. (LG.)
En primer lugar, el CVII nos expresa que el sacramento nos hace sentir que obtenemos más de cerca la misericordia de Dios, podemos acceder a dicho sacramento cuantas veces seamos conscientes que hemos cometido una falta que nos haga separarnos, de manera razonada, cada vez más del regazo de Dios. La pregunta clave es ¿Qué es pecado?, decimos que el pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo. En resumidas cuentas, es todo lo que se desvía del seguimiento de Jesús como su discípulo y discípula, dado que al realizar actos en contra del mandato divino nos apartamos del Creador, tal como sucedió con Adán y Eva, quienes al comer del fruto pierden la comunicación directa con Dios porque asumen la vergüenza de la desobediencia.
Ahora bien, la Iglesia propone una tipificación, según la gravedad del pecado, entre pecados mortales y veniales. Los mortales, son cometidos con pleno conocimiento y voluntario consentimiento, por ejemplo, planear una estrategia para dejar en vergüenza a un hermano y/o hermana de la comunidad.
Los pecados veniales son los que debilitan el amor y la práctica del bien moral, por ejemplo, cuando no nos damos cuenta que el vuelto está mal al momento que la cajera del supermercado nos entregar el cambio y no nos atrevemos a entregarlo porque me beneficia a mí y no soy capaz de ver que perjudico a la cajera, dado que ella tendrá que reponer el dinero que falta.
En efecto, no es necesario recurrir al sacramento de la reconciliación, sino que podemos realizar un acto de contrición o con el acto penitencial de la Eucaristía nos ayuda a hacernos conscientes del error y poder enmendarlo. Ahora bien, si no cambiamos nuestra conducta de pecado venial, es decir, corregir aquello que nos debilita en el amor, esto nos puede conducir a un pecado mortal, y de ser así, debemos recurrir al sacramento para recibir la Gracia y obtener la fuerza para combatir contra este mal que nos separa de Dios y del prójimo.
En segundo lugar, el Concilio nos indica que el sacramento nos lleva a la reconciliación con la Iglesia universal, Cuerpo de Cristo, y aquí retomamos la cita de Juan 20,22-ss, dado que, al perdonarnos mutuamente, podemos desatar aquí en la tierra todo aquello que nos daña y volver a caminar juntos como una sola Iglesia. Al momento que logramos hacernos conscientes de este amor infinito de Dios, que nos alegra el corazón en lo personal y que repercute en lo comunitario celebrando la misericordia, el mundo podrá decir: “miren como se aman, son verdaderamente discípulos y discípulas de Jesús”.
¿Es importante el sacramento de la Reconciliación en el Siglo XXI?
Esta época que nos toca vivir no nos da tiempo para pensar y/o reflexionar sobre nuestros actos; nos equivocamos y decimos: “ya era”, “ya fue”, “filo”, “siempre me equivoco en lo mismo”, “disculpa, no soy perfecto”, frases que decimos a diario pero que las repetimos de manera mecánica para salir del paso complejo de la conversión, y caemos en el aprovechamiento de la misericordia de Dios sin una conversión seria y un examen consiente de lo que hemos realizado. Un discípulo/a de Jesús ha de perfeccionarse en los actos de amor todos los días; es como ir al GYM, cuando nos proponemos ir al gimnasio para llegar a “un verano sin polera”, con el examen de la conciencia podremos decirnos: “por una vida de discípulo/a más plena”. Volvamos a retomar este sacramento como un hábito y un acto de amor no solo a Dios sino que al prójimo, dado que por el pecado nos separamos del amor del Creador y de nuestra comunidad, de manera que, con los ojos fijos en Jesús podemos percibir el amor íntimo en la Trinidad, que se dona de manera gratuita y eterna en su intimidad y entre nosotros como humanidad.
En efecto, celebrar el sacramento de la reconciliación es una manera por el cual podemos demostrar por nuestras obras su misericordia y hacer lío para gritar con nuestras vidas el Evangelio que Jesús nos propone, es decir, construir el Reino de Dios y su justicia aquí en la tierra, por lo que necesitamos como Iglesia, sobre todo en Chile, anunciar esta Buena Noticia de manera distinta a lo que estamos acostumbrados a vivir. Francisco nos llama a testimoniar con un compromiso renovado el amor y la misericordia de Dios para con todos y todas, esta misericordia que proviene de Dios no es una cosa lejana o una idea filosófica, sino más bien que se vive y se siente en la vida cotidiana, en lo concreto, a cada momento que nos podemos sentir “misericordiados” por Dios y nosotros como discípulos y discípulas de Jesús podemos ser misericordiosos con la humanidad, el perdón se nos ha entregado a nosotros, que somos seres frágiles, pero nos ayuda a fortalecernos y serenar el corazón con el bálsamo de su misericordia.
En pocas palabras, para lograr alcanzar la misericordia de Dios, no solo por medio del sacramento, sino en los hechos concretos de la vida, es conveniente leer el Evangelio y tomarlo en serio y esto es un desafío inmenso para nuestra generación, por tanto te pregunto ¿Te animas a sumarte?
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