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  • Foto del escritorTiempo Magis

“Entregué los mejores años de mi vida a una Iglesia que, después, pareciera que te desconoce”

Actualizado: 16 oct 2018


Cuando tenía 19 años, Mariela Navia entró a las Hermanas de María de Schoenstatt. Por cinco años vivió, trabajó y entregó su vida por “la obra”, pero no lo soportó. Se dio cuenta de que el ideal de mujer que existía en el lugar, para ella, era irreal. Y se quebró. Decidió salirse y volver a la “vida real”, pero se encontró con un mundo que había avanzado y que parecía no conocer, y reinventarse en él fue mucho más difícil de lo que pensó. Esta es su historia.


“Sentí que el tiempo se detuvo, que todo avanzó mientras estaba dentro, menos yo”, recuerda Mariela. No sabía hablar, actuar ni vestirse como una joven de su edad, “cuando entré tenía 19, y dentro solo me vestía con hábito, por lo que cuando salí de verdad me sentía de 45, y no de 25”, asegura la ex hermana.


Por eso el apoyo de su familia fue fundamental, pero no así el de donde estuvo por cinco años, “sentía que había entregado mi vida, los mejores años de mi vida, para una Iglesia que después, pareciera que te desconoce”, afirma Mariela.


Por lo que la deuda que existe con quienes deciden dejar la vida consagrada, como dice Mariela, “es enorme, la Iglesia no tiene espacios para reinventarse, y quienes salen a las 30 o 40 años no tienen qué hacer, porque ¿de qué vas a vivir? ¿Del amor de Dios? Ojalá se pudiera, pero la realidad no es así”.


El comienzo de la vocación


“Tenía la cabeza puesta en puras cosas religiosas”, recuerda Mariela, al pensar en sus años antes de entrar al instituto. Cuando salió del colegio no fue fácil decidir una carrera y eligió pedagogía “porque igual tenía un lado social, y yo quería dedicar mi vida a eso, a servir”. Y ese fue el sentimiento que le hizo postular.


La parroquia cerca de la casa de sus padres, en Pirque, en la que participó activamente cuando era niña, tal como recuerda Mariela, “fue determinante para decidirme entrar a las hermanas. Te enseñaban y exigían un modelo de vida en donde no se podía ser un/a laico/a muy comprometido sin después ingresar a la vida religiosa, por eso me manipulaban mucho para lograr eso. Me hacían hacer muchas cosas, y los curas empezaron a decidir por mí y me convencieron del ideal de “ser santa”.


Y para ser santa, como explica, tenía que tener una vida de consagrada. La influencia fue tan grande que, incluso cuando dejó de ir a la parroquia la idea continuó, y comenzó a madurar aún más cuando empezó a participar en Schoenstatt.


Finalmente dejó pasar esta inquietud para dedicarse a sus estudios, y comenzó a estudiar pedagogía, pero no funcionó. A mitad de su primer año participó de unas misiones universitarias y los sentimientos, que por un momento intentó evitar, volvieron a brotar. Ya era inevitable, cuando cumpliera el mínimo de edad, postularía a las hermanas de Schoenstatt.


“Ni siquiera le dije a mis papás, solo a mis hermanas y a mi mejor amiga, que tenía las mismas inquietudes que yo”, recuerda Mariela el momento en el que postuló. Pasaron los meses y recibió la llamada que confirmaba que su vida cambiaría para siempre.


Mariela en su ceremonia de ingreso al Noviciado

La rutina desde un principio fue dura. Durante el tiempo que estuvo Mariela dentro del instituto se dedicó a realizar trabajos domésticos, “sencillos, de mucho esfuerzo”, como recuerda. “Al principio fue más cuesta arriba, no por el hecho de hacer estos trabajos, sino porque estar todo el día haciendo aseo, cansa, y no estaba acostumbrada a eso”, recuerda Mariela.


Durante su periodo dentro, además, las reglas eran estrictas. No salía de la casa, no tenía celular y se tenía que comunicar con su familia y amigos a través de cartas. Su nombre, además, dejó de ser Mariela para llamarse “Jacinta”, ya que el entrar a la congregación tenía que significar un cambio real. Pero nada de eso importó porque “Jacinta”, en ese entonces, estaba cumpliendo su sueño y era feliz.


Sin embargo, la misma rutina la cual en un momento le acomodó, fue la que después la incomodó. Quería crear, pensar y proponer cosas nuevas pero, dentro de las hermanas, no había lugar para eso. “Yo quería ser Iglesia, de esa que es para todos, que no se nutre a sí misma, sino que sale afuera, y eso no lo estaba logrando en ese lugar”, asegura Mariela.


Pero a pesar de este sentimiento, salirse aún no era opción, “hasta que una hermana me lo planteó, me preguntó si quería salirme y yo, de verdad, nunca lo había pensado hasta ese punto”, recuerda Mariela. Como cuenta, estaba tan sumida por la rutina que no se imaginó que, quizás, salir de ahí era la solución.


Entonces, lo comenzó a plantear a las hermanas, pero siempre le daban respuestas y excusas. Según cuenta, la intentaron ayudar “en todo lo que pudieron, yo creo que dieron el 100%, pero incluso eso era muy poquito”. El ideal de mujer que existía dentro de la congregación estaba muy determinado, y no había forma de cambiarlo un poco, y aquellas “mujeres infelices” simplemente no respondían a él, “porque no era su esencia”. Y eso la quebró, darse cuenta que nunca iba a poder apegarse completamente al ideal de mujer que existía dentro de las hermanas, la hicieron cuestionar todo lo que había pasado en sus cincos años dentro del lugar.


Como recuerda, siempre le fue bien en el colegio, “y yo quería estudiar, quería hacer trabajar un don que Dios me regaló que era aprender y conversar, me llamaba mucho, y capté que eso era lo que Dios quería para mi”, y ese pensamiento fue el decisivo para darse cuenta de que salirse, aunque no lo pareciera, sí era la opción que Dios quería para ella.


Lo intenso de su salida y la vuelta a su casa, cinco años después, “hicieron que se apagara algo dentro de mí, como si hubieran bajado el interruptor de mi fe, ya no sentía nada”, recuerda. No sabía qué hacer, qué estudiar, en qué trabajar, qué espacios buscar, “estaba en mute”.“No tenía sentimientos, pero aún así seguía yendo a misa. Estaba ahí todos los domingos, porque quería en algún momento volver a sentir lo que sentía cuando experimenté a Dios” y, finalmente, este encuentro con una Iglesia más grande, inserta en el “mundo real”, fue lo que le comenzó a hacerle sentido.


“Las personas me devolvieron la vida de nuevo”. La gente de su nuevo trabajo, de su nueva carrera, sus amigas, su familia, las personas de este nuevo mundo “me mostraron que Dios está en las personas, en lo natural de la vida cotidiana, y en cómo cada uno de ellos puede generar experiencias sobrenaturales en el día a día”.


Mariela (primera a la derecha) junto a su hermana y una amiga

Fue así como se decidió por estudiar diseño, “porque quería crear y dejar fluir mi imaginación, y quería entrar en un mundo al cual no había tenido acceso”. De esta forma, comenzó poco a poco a volver a normalidad, y consiguió convertirse día a día en más Mariela.


Asegura, eso sí, que “a pesar de que para mi no lo fue, la vida consagrada siempre será una respuesta, para quienes tienen vocación. Pero sería una respuesta mucho más real a los tiempos actuales si se da libre el espacio para que todos seamos comunidad, independiente de la edad, de las decisiones que tomamos, de lo que pensamos, para todos, así de concreto, nadie es menos digno/a”.


Por lo que, como asegura, “la Iglesia tiene una deuda muy grande, con quienes salimos de la vida religiosa, pero además con tener una apertura mucho más grande. Con acoger a todos a quienes ha dado la espalda y en especial a las mujeres, porque tenemos mucho más que decir que solo armar floreros, y como nosotras muchos/as más”.


“¿Si volvería a entrar? Yo creo que, conociéndome, si lo hubiera hecho. Sin duda habría hecho las cosas distintas, pero si me volvería a salir, definitivamente”, asegura la, ahora, ex hermana.


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