



Por Soledad Aravena
“Padre, ¿Por qué me has abandonado?

Dios, mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Son sin duda palabras desgarradoras que bien podrían salir de la boca de cualquier ser humano cuando no ve el rostro y la misericordia de Dios; incluso, el propio Hijo amado por el Padre es capaz de proferirlas.
¿Dónde está Dios frente al dolor humano? ¿qué le pasa a Dios con mi dolor? ¿con el dolor de las víctimas de las guerras? ¿de las muertes injustas? ¿dónde está Dios en la experiencia de la soledad y el abandono? ¿Dónde está Dios, al fin y al cabo, ante la muerte? ¿Dónde estás Padre mío y amado, ante esta cruz que me asfixia injustamente? ¿dónde estás mi Señor?
Frente al dolor, el sufrimiento y la muerte, Dios pareciera siempre contestar con el silencio; pareciera que nos oculta su rostro. ¿Cómo respondemos a esto? ¿El cristianismo es una respuesta al sentido del dolor, el sufrimiento y la muerte? La muerte de Cristo, ¿tiene algo que decirnos?
Desde el siglo XIX en adelante, estas preguntas cobraron una relevancia notoria, sobre todo en la tinta de filósofos y literatos en el naciente mundo secularizado. Autores como Sartre, Heidegger o Camus entre otros muchos, intentaron dar respuestas en la que Dios, o era puesto en la periferia, o simplemente eliminado de la problemática. Al final, la cuestión del dolor o la muerte, terminó en un abismo de sin sentido o una profunda angustia que no se condice con las esperanzas humanas.
Ernesto Sábato piensa que es imposible conciliar la idea de un Dios bueno con la existencia del mal. Seguir afirmando la existencia de Dios ante la cuestión del mal y de la muerte, solo nos llevaría a sostener que “Dios es un canalla”.
También, por supuesto podemos pensar que, si existe el mal, tendría que existir Dios. Sino el mal sería, en efecto, un total sin sentido.
Sin embargo, el hecho que racionalmente podamos salir a dar respuestas para entender el sentido del dolor y el sufrimiento, desde la positividad o la negación de la existencia de Dios, no acalla el dolor del que sufre. Es decir, la experiencia del dolor o de la muerte no tiene sentido en sí, como si se tratara de buscar una causa y un efecto: el dolor y la muerte se sufren.
¿Qué nos dice la muerte de Jesús? ¿qué podemos reflexionar desde este Sábado Santo?
El Hijo de Dios sin de dejar de ser Hijo recibe la intransigente e insuperable experiencia de la angustia ante la muerte en Getsemaní y el Gólgota. La clave de interpretación está en la angustia que experimenta Cristo en Getsemaní y el dolor ante la muerte del Gólgota. Si Cristo es Dios, entonces, Dios mismo ha experimentado esta problemática, constatando que, la muerte es una manera propia del existir humano, frente a la cual no busca ni darle un sentido ni la manera de superarla por sí mismo, sino abriéndose a que Otro, su Padre con él y en él, lo traspase. La actitud del cristiano, por tanto, no es esmerarse en saber el por qué de la muerte, sino la apertura y el estar alerta, manteniendo una actitud de disposición a la voluntad del Padre, que es también el Padre de Cristo.
La angustia de Cristo ante la muerte, no es una especie de definición del morir sino una manera de estar en el mundo, así la angustia no sabe qué es aquello ante lo que se angustia y en eso radica, precisamente su resorte. El qué de la angustia designa el estar en el mundo en cuanto tal, o sea, el ser ahí del hombre, de manera que, nada, incluso una presunta amenaza, pueda justificar su miedo (Falque, 2013).
Cristo en Getsemaní a pesar de su angustia se entrega kenóticamente asumiendo la nada del sentido de toda vida, en el que se revela la totalidad de lo creado. Y es esta angustia, la que revela el aislamiento y la soledad de todo hombre, tal como lo ha vivido Cristo en Getsemaní: sus discípulos duermen y, Dios, no responde a su solicitud de apartar el cáliz que le viene. Dios Jesús, ha sido abandonado por el hombre (los apóstoles duermen) y por el Dios Trinitario en el Gólgota, que lo lleva a exclamar: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Pero es ese mismo grito que exige ser oído por Dios y satisfecho en la resurrección.
En este sentido, en primer lugar, el Dios Hijo sufre el morir y el Dios Padre, sufre la muerte, este es el hecho central que constata que el propio Padre, no es impasible. El Padre sufre tanto más la muerte de su Hijo, cuando él mismo no muere, precisamente porque el Hijo muere en una profunda comunión con el Padre, en el extremo de su abandono. La muerte de Cristo no es así solamente suya; ella revela lo suyo: su ser en el mundo más propio que en el movimiento del evangelio de Marcos, va de Jesús Cristo, al Hijo de Dios. Aquí se emplaza el escándalo más insoportable del cristianismo; el que, amén de repugnar a judíos y gentiles, horrorizó a Arrio y a Nestorio: que en Getsemaní sufrió Dios, que en el Gólgota murió Dios. Jesús creía en Abbá, el Dios Padre. Nosotros creemos en Jesús, el Hijo de Dios, el Dios Hijo. «Este es el Dios verdadero» (1 Jn 5,20), el único creíble para la fe cristiana; no un Dios apático, sino el Dios que compadece y con-sufre (Ruiz de la Peña, 1988).
Con todo, por la carne –y en la carne–, Jesús se hace solidario con nosotros y Dios con nosotros a través de Jesús encarnado. La carne de Jesús que sufre, también le duele al Padre, el Hijo sufre el morir mientras que el Padre sufre la muerte del Hijo. Un Padre sufre la muerte de su hijo cuando él mismo no muere. El Padre, a pesar de no experimentar en la carne el sufrimiento físico mismo, de igual modo prueba la vivencia interna padecida por el Hijo y pasada al mismo tiempo a él.
En segundo lugar, sufrir y morir en comunión con el Hijo no quiere decir, pues, no sufrir más y no morir ya, ni hurtar la cualidad en cada caso; mía, a mí sufrimiento y a mí muerte, todo lo contrario. Al sufrir y al morir por mí y conmigo, Cristo no sufre ni muere en mi lugar. El verdadero lugar del sufrimiento para el cristiano equivale, por tanto, a aceptar ocupar nuestro lugar, no en lugar de Cristo, sino con Cristo resucitado, que sufre conmigo, pero no sin mí. A la manera de un pasante, por tanto, que se hace cargo de aquel que pasa, así también Cristo, convierte desde hoy el sentido de mí sufrimiento, para que yo lo haga, con él, la modalidad de mi propia vida: como lugar de recepción de otro lugar o de algo otro de mi vida, o sea, de lo otro de mi sufrimiento y de lo otro del Padre en mi sufrimiento (Falque, 2013).
Finalmente, las últimas palabras de Jesús son reveladoras en este sentido: ¿Por qué me has abandonado? Al igual que lo que seguramente ocurre alguna vez en la vida de cada uno de nosotros, llegó un momento en la vida de Jesús en el que se borraron todas las respuestas y quedó en pie sólo un por qué. Nada hay más sensato y más humano que este por qué cuando no se ve la razón de una suprema sinrazón. Pues bien, Jesús ha creído en Dios desde el por qué sin respuesta empírica posible. Ha creído en Dios, no a pesar o al margen de, sino desde la experiencia del mal. Ha creído confiadamente en un Dios que, pese al mal presente, era Abbá. El único hombre que, además de poseer un conocimiento exhaustivo del mal y del dolor, se preció de conocer a Dios como nadie («nadie conoce al Padre sino el Hijo»), no encontró mejor palabra para nombrarlo que este término balbuciente con el que los niños hebreos decían papá. Incluso en Getsemani, el Dios del abandono, continúa siendo Abbá. No es el acto puro de las filosofías, ni de las fenomenologías, no es respuesta al mal, al sufrimiento y a la muerte. Es ante todo, compañía, es comunión ante el dolor y sufrimiento (Falque, 2013). En este Sábado Santo recordamos que el Jesús de Getsemani, se obstina en seguir llamando a Dios Abbá; da fe de este Dios y cree tenazmente en él, por esto sus últimas palabras son de total con-fianza, de total entrega, de su dolor y su muerte próxima: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!