Por: José María Jarry, profesor de historia
La noche del pasado primero de agosto fue una jornada de esas que preferimos que nunca hubieran existido. Las imágenes que nos llegaban desde Curacautín nos mostraban la cara más triste de nuestra sociedad; el odio, el racismo y la incomprensión se tomaron la discusión y coparon las redes sociales con videos y fotografías de lo que pasaba en las calles de esa ciudad de la región de la Araucanía. Grupos de civiles armados con palos y piedras llegaron al frontis de la municipalidad ocupada con claras intenciones de buscar un enfrentamiento con los comuneros mapuche que mantenían una toma pacífica en su interior. Con gritos racistas y violentos, se sumaban a efectivos de FFEE de Carabineros que se preparaban para realizar un desalojo que a todas luces iba a ser complejo.
Este episodio se suma a una ya larga historia de situaciones de violencia que se viven en el territorio mapuche. El asesinato de Camilo Catrillanca, Matías Catrileo, Macarena Valdés y tantas otras situaciones que afectan cotidianamente a la región parecen ser un conflicto de nunca acabar, donde el Estado ha instalado una industria y modelo extractivista que depreda los bosques nativos y el agua, sumado a una militarización y presencia hostigante de carabineros e incluso grupos paramilitares, los que han vulnerado y reprimen física y simbólicamente a las comunidades, deviniendo en legítimas protestas y en ocasiones actos violentos que perpetúan un conflicto que se arrastra desde hace muchísimos años, pero para poder entender las políticas y la violencia de Estado en el territorio mapuche, es necesario retroceder en el tiempo y detenernos a mediados del siglo XIX.
Chile aún era un país joven y sus instituciones, que recién comenzaban a formarse, tenían variadas preocupaciones. Una de ellas era la zona sur, que no contaba con el nivel de “civilidad y desarrollo” que tenía la zona central. Bandas de montoneros, soldados prófugos y cuatreros asolaban las haciendas y campos de los grandes y pequeños agricultores de la zona, notando la ausencia de autoridad nacional en el territorio. El “far west” en el que estaba sumido el sur de Chile era la oportunidad perfecta para anexar al territorio nacional las tierras habitadas por el pueblo mapuche y así expandir el territorio del país al sur de la frontera con el río Bíobio. En el año 1861 el plan del entonces diputado y militar chileno Cornelio Saavedra encuentra acogida durante el gobierno de José Joaquín Prieto y comienzan las fortificaciones en las localidades de Mulchén, Negrete, Angol y Lebu. El proceso se hizo a través de la violencia y el engaño, las tropas chilenas entraron a sangre y fuego en las localidades suprimiendo cualquier intento de levantamiento y rebelión. Era común la quema de sembradíos y aldeas, las comunidades mapuche que eran en esencia nómades eran radicadas arbitrariamente y por la fuerza en los lugares donde eran halladas. Años más tarde, ya avanzadas las campañas de ocupación, la tarea de designar territorios para grupos de mapuche estuvo a cargo de la llamada “Comisión Radicadora de Indígenas”, órgano del Estado creado en 1883 encargado de ubicar a las comunidades mapuche en reservaciones con el objetivo de que el resto del territorio quedase libre para poder continuar con la colonización.
La desterritorialización es una constante en el proceso de colonización y posterior instauración del aparato represivo en el Wallmapu hasta nuestros días. Una cultura que basaba su sistema económico en el trueque, la ganadería y el comercio fue forzada a dedicarse a la agricultura, pues la zona central ya no daba abasto agrícola y se necesitaban alimentos y recursos para alimentar la creciente industria del salitre al norte del país. El proceso de desarraigo de la tierra no es solamente una problemática territorial, sino que contiene un hondo conflicto espiritual; es la ruptura de su estructura organizacional y cosmovisión. El lofche (grupo humano) y lofmapu (espacio territorial/espiritual) eran dos partes constitutivas del espacio habitado por las comunidades, y los procesos de desterritorialización y ubicación forzada rompen esa lógica espiritual de la tierra para obligar al mapuche a someterse al sistema de mercantilización y explotación de la tierra al tiempo del someterlo a una nacionalidad y cultura que les eran completamente ajenas. El proceso continuó avanzando, y a principios del siglo XX el 75% de las tierras de la zona ya figuraban como terrenos del Estado y, posteriormente, en 1974, se implementó el Decreto de Ley 701 de fomento forestal, para impulsar la naciente industria maderera y de celulosa introduciendo especies de árboles como el pino radiata y el eucalipto, que producen un daño considerable a la biósfera local, haciendo que el bosque nativo retrocediera cada vez más junto con las comunidades que los habitaban. Esto trae nuevamente oleadas de violencia a manos de Carabineros y grupos armados asociados al empresariado forestal y agrícola,
¿Qué hacer entonces frente a este conflicto? No hay una receta para la solución de una problemática de siglos, pero el primer paso es el diálogo. Para la cultura mapuche la conversación es fundamental, y en sí misma constituye un rito. El koyatun -instancia de diplomacia al más alto nivel- no es solamente una conversación protocolar, sino que contiene un componente espiritual que la hace sagrada: faltar a la palabra produce un desequilibrio con la tierra y la propia vida. Un pie para comenzar este diálogo es comprender que la cultura mapuche tiene estructuras ancestrales que se vinculan con un espacio geográfico, y la desterritorialización y vulneración de las comunidades es violar lo más profundo de la espiritualidad de un pueblo. El reconocimiento de estas estructuras por parte del Estado y nuestra sociedad es una forma de comenzar una relación y saldar una deuda con el pueblo-nación mapuche. Vestigios de acercamientos existen en la historia, la misión de San Antonio de Purulón hecha por los capuchinos y las “correrías” o misiones ambulantes de los jesuitas durante el siglo XVIII fueron fundamentales para el entendimiento entre las comunidades y la entonces Colonia. La misión de las órdenes religiosas no solamente consistió en evangelizar, sino en construir también espacios de defensa de los derechos de aquellos pueblos y un diálogo del que hoy podemos aprender.
De la conversación se pueden destrabar nudos, se puede comenzar a construir un itinerario político y social que promueva una cultura de diálogo y encuentro. Para esto es necesario un ejercicio de voluntad y confianza, reparar años de racismo, violencia y discriminación. Escuchar a quienes tienen testimonio y sabiduría, crear instancias de trabajo interculturales para reconocer la riqueza de nuestras culturas y buscar juntos espacios de representación y deliberación para la paz. Una paz que más que nunca debe ser fruto de la justicia, el encuentro y el reconocimiento.
*Esta columna pudo escribirse gracias a la colaboración del werkén Rodolfo Fernández, profesor de historia de Villarrica que aportó con valiosos datos sobre la cultura mapuche y el proceso histórico de la llamada “Pacificación de la Araucanía”.
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